miércoles, 5 de febrero de 2025

NO LO RECONOCEMOS

  


Jesús se fue de allí a su propia tierra, y sus discípulos le acompañaron. Cuando llegó el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga. La multitud, al oir a Jesús, se preguntaba admirada:
– ¿Dónde ha aprendido este tantas cosas? ¿De dónde ha sacado esa sabiduría y los milagros que hace? ¿No es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿Y no viven sus hermanas también aquí, entre nosotros?
Y no quisieron hacerle caso. Por eso, Jesús les dijo:
– En todas partes se honra a un profeta, menos en su propia tierra, entre sus parientes y en su propia casa.
No pudo hacer allí ningún milagro, aparte de sanar a unos pocos enfermos poniendo las manos sobre ellos. Y estaba asombrado porque aquella gente no creía en él.
Jesús recorría las aldeas cercanas, enseñando.

Nos cuesta aceptar la bondad de aquellos que conocemos. En realidad, de aquellos a los que creemos conocer. No sabemos ver su interior. Sus conciudadanos ven en Jesús aquel niño, quizá travieso, hijo del carpintero. ¿Qué va a enseñarles? Nosotros tampoco sabemos ver a Jesús en el otro, en el pobre, en el perseguido, en el emigrante. Es más nos molestan y no los aceptamos. Por eso Jesús no puede hacer ningún milagro entre nosotros.

"Hoy, el Evangelio de Marcos nos presenta un momento crucial en el ministerio de Jesús, donde, al regresar a su ciudad natal, enfrenta la incredulidad de aquellos que lo conocían desde niño. Este pasaje nos invita a pensar sobre la relación entre la fe, la familiaridad y la capacidad de ver más allá de las apariencias.
Jesús, después de haber predicado y realizado milagros en otras regiones, regresa a Nazaret. Sin embargo, en lugar de ser recibido con fe y entusiasmo, es rechazado por los que lo conocieron cuando era niño. La reacción de sus paisanos es sorprendente: «¿De dónde le vienen a él estas cosas? ¿Qué sabiduría es esta que le ha sido dada?» Se asombran, pero al mismo tiempo, cuestionan su origen. ¿No es este el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No están aquí con nosotros sus hermanas?
Este rechazo no es solo un rechazo a Jesús como persona, sino también un rechazo a la novedad de su mensaje y a su autoridad divina. Los habitantes de Nazaret estaban demasiado acostumbrados a él, y eso les impidió ver en él al Mesías. La familiaridad, en lugar de abrirles el corazón a su mensaje, los cerró. Se quedaron atrapados en la imagen del Jesús que conocían, el niño crecido en su aldea, el hijo de María, sin atreverse a reconocerlo como el enviado de Dios.
Este episodio es un recordatorio para nosotros de cómo a veces la fe puede ser limitada por nuestras propias percepciones y prejuicios. Cuántas veces, por estar demasiado familiarizados con algo o con alguien, no somos capaces de ver más allá de la superficie, de percibir la obra de Dios en nuestras vidas. Es posible que hayamos escuchado la palabra de Dios muchas veces, o que estemos tan acostumbrados a los rituales de la fe, que ya no somos capaces de maravillarnos ante el misterio que se nos ofrece.
El rechazo de Nazaret no es solo un caso aislado de incredulidad. Jesús mismo lo comenta: «Ningún profeta es bien recibido en su tierra». Estas palabras nos muestran que la fe auténtica no siempre depende de los logros o la fama, sino de la disposición del corazón. La incredulidad no tiene que ver con el lugar, sino con el corazón cerrado a la novedad de Dios, con la incapacidad de reconocer su acción en medio de lo cotidiano.
Al final del pasaje, Marcos nos dice que «no pudo hacer allí ningún milagro, salvo imponer las manos a unos pocos enfermos y sanarlos». Esto no significa que Jesús fuera incapaz de hacer milagros, sino que la falta de fe en su pueblo limitó la acción de Dios. La fe, por tanto, es clave para permitir que la gracia de Dios actúe en nuestras vidas. Si no nos abrimos a ella, corremos el riesgo de quedarnos en lo superficial y perder la oportunidad de experimentar la profundidad del amor divino.
Hoy, invitamos a meditar sobre nuestra propia fe. ¿Estamos dispuestos a dejar que el Señor nos hable de maneras nuevas, a reconocer su presencia en lo cotidiano, incluso cuando eso desafíe nuestras ideas preconcebidas? Que, al igual que los discípulos, sepamos abrir el corazón a su palabra y a sus acciones, sin dejar que nuestra familiaridad con Él nos impida ver su poder transformador."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

martes, 4 de febrero de 2025

ÉL NOS DA LA VIDA

 


 Cuando Jesús regresó en la barca al otro lado del lago, se le reunió mucha gente, y él se quedó en la orilla. Llegó entonces uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, que al ver a Jesús se echó a sus pies suplicándole con insistencia:
– Mi hija se está muriendo: ven a poner tus manos sobre ella, para que sane y viva.
Jesús fue con él, y mucha gente le acompañaba apretujándose a su alrededor. Entre la multitud había una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con hemorragias. Había sufrido mucho a manos de muchos médicos, y había gastado cuanto tenía sin que le hubiera servido de nada. Al contrario, iba de mal en peor. Esta mujer, al saber lo que se decía de Jesús, se le acercó por detrás, entre la gente, y le tocó la capa. Porque pensaba: “Tan sólo con que toque su capa, quedaré sana.” Al momento se detuvo su hemorragia, y sintió en el cuerpo que ya estaba sanada de su enfermedad. Jesús, dándose cuenta de que había salido de él poder para sanar, se volvió a mirar a la gente y preguntó:
– ¿Quién me ha tocado?
Sus discípulos le dijeron:
– Ves que la gente te oprime por todas partes y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’
Pero Jesús seguía mirando a su alrededor para ver quién le había tocado. Entonces la mujer, temblando de miedo y sabiendo lo que le había sucedido, fue y se arrodilló delante de él, y le contó toda la verdad. Jesús le dijo:
– Hija, por tu fe has sido sanada. Vete tranquila y libre ya de tu enfermedad.
Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegaron unos de casa del jefe de la sinagoga a decirle al padre de la niña:
– Tu hija ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro?
Pero Jesús, sin hacer caso de ellos, dijo al jefe de la sinagoga:
- No tengas miedo. Cree solamente.
Y sin dejar que nadie le acompañara, aparte de Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, se dirigió a casa del jefe de la sinagoga. Allí, al ver el alboroto y la gente que lloraba y gritaba, entró y les dijo:
– ¿Por qué alborotáis y lloráis de esa manera? La niña no está muerta, sino dormida.
La gente se burlaba de Jesús, pero él los hizo salir a todos, y tomando al padre, a la madre y a los que le acompañaban, entró donde estaba la niña. La tomó de la mano y le dijo:
– Talita, cum (que significa: “Muchacha, a ti te digo: levántate.”)
Al momento, la muchacha, que tenía doce años, se levantó y echó a andar. Y la gente se quedó muy impresionada. Jesús ordenó severamente que no se lo contaran a nadie, y luego mandó que dieran de comer a la niña.

Hoy nos encontramos ante dos personas a las que todos dan por perdidas. La hemorroísa es incurable. La hija de Jairo ha muerto. Pero la hemorroísa confía plenamente en Jesús y vence todas las barreras hasta llegar a él. Jairo, el padre de la niña, sigue confiando en Jesús aunque le han dicho que ya ha muerto.
La lección es clara. No debemos dar a nadie por perdido. Ni aunque sea evidente que no tiene remedio. Jesús se deja tocar por una impura y tiende la mano a un cadáver. La mujer y la niña vuelven a la vida. Él nos da la vida a todos, aunque parezca imposible. ´Jesús siempre está junto a nosotros transmitiéndonos la Vida.

"Dos milagros, uno “gordo”, en comparación con el otro. Una curación, aunque sea muy importante, y una vuelta a la vida. En ambos casos, se resalta la importancia de la fe, de la mujer con flujo de sangre, por un lado, y del padre de la niña, por otro. Por la fe se pusieron en camino, se acercaron al Señor, lucharon entre la multitud para llegar al Maestro, una para sólo tocar su manto, el otro para hablar y pedirle que se fuera con él.
En esto dos milagros se nos invita a pensar sobre la fe, la esperanza y la misericordia de Dios. En estos versículos, Jesús realiza dos actos de compasión profunda: la curación de la hija de Jairo, un líder de la sinagoga, y la sanación de una mujer que padecía hemorragias desde hacía doce años. Ambas historias se entrelazan en un mensaje claro sobre la confianza en el poder divino.
Jairo, un hombre de una posición destacada, se acerca a Jesús, totalmente desesperado. Su hija, que está al borde de la muerte, lo ha llevado a buscar la ayuda de aquel Maestro que ha hecho tanto bien en Galilea. La actitud de Jairo, que deja a un lado su orgullo y su estatus para rogar por la vida de su hija, nos muestra un corazón humilde y abierto a la intervención de Dios. Su fe en Jesús es el motor de la sanación, pues cree que Él puede salvar a su hija. Este acto de fe es respondido por Jesús, quien le dice: «No temas, basta que tengas fe». La invitación de Jesús a Jairo nos llama a confiar en Él incluso cuando las circunstancias parecen ser las más adversas. Casi mortales.
Mientras Jesús se dirige hacia la casa de Jairo, se entrelaza otro episodio: una mujer que lleva doce años sufriendo de hemorragias crónicas se acerca a Jesús con la firme intención de tocar su manto. Esta mujer, al igual que Jairo, está desesperada, pero su fe es tal que cree que con solo tocar el manto de Jesús será sanada. A pesar de la multitud que rodea a Jesús, ella logra acercarse y, al instante, siente que su cuerpo ha sido curado. Jesús, al darse cuenta de lo que ha sucedido, se detiene y pregunta: «¿Quién me ha tocado?» Esta pregunta, aunque parece dirigida a una multitud, tiene una intención clara: sacar a la mujer de la oscuridad de su sufrimiento y hacerle comprender que ha sido su fe la que la ha sanado. «Tu fe te ha salvado», le dice Jesús, restaurando no solo su salud física sino también su dignidad social y espiritual.
Este pasaje nos muestra dos aspectos clave de la fe: la persistencia y la confianza. Jairo no permite que la muerte de su hija o las noticias negativas lo alejen de la esperanza en Jesús. La mujer, por su parte, no se deja vencer por la multitud ni por su enfermedad, sino que persiste en su deseo de ser sanada por Jesús, creyendo que su poder es suficiente. Ambos ejemplos nos enseñan que la fe en Jesucristo no es simplemente algo pasivo, sino una fe activa que nos lleva a buscarle con insistencia y a confiar plenamente en su poder de sanación y restauración.
Finalmente, este texto también nos recuerda la compasión infinita de Dios. Jesús no hace distinciones entre las personas, sino que atiende a todos aquellos que, con fe, se acercan a Él. La respuesta de Jesús ante la fe de Jairo y de la mujer demuestra que no importa el estatus social, la enfermedad o el sufrimiento; Dios siempre está dispuesto a sanar, restaurar y dar vida.
Que este pasaje nos impulse a renovar nuestra fe, a acercarnos a Jesús con confianza y a creer que, en Él, encontramos la verdadera curación, tanto en cuerpo como en alma."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

lunes, 3 de febrero de 2025

LIBERADOS DEL MAL

 


Llegaron a la otra orilla del lago, a la tierra de Gerasa. En cuanto Jesús bajó de la barca se le acercó un hombre que tenía un espíritu impuro. Este hombre había salido de entre las tumbas, porque vivía en ellas. Nadie podía sujetarlo ni siquiera con cadenas. Pues aunque muchas veces lo habían atado de pies y manos con cadenas, siempre las había hecho pedazos, sin que nadie le pudiera dominar. Andaba de día y de noche entre las tumbas y por los cerros, gritando y golpeándose con piedras. Pero cuando vio de lejos a Jesús, echó a correr y, poniéndose de rodillas delante de él, le dijo a gritos:
– ¡No te metas conmigo, Jesús, Hijo del Dios altísimo! ¡Te ruego, por Dios, que no me atormentes!
Hablaba así porque Jesús le había dicho:
– ¡Espíritu impuro, deja a ese hombre!
Jesús le preguntó:
– ¿Cómo te llamas?
Él contestó:
– Me llamo Legión, porque somos muchos.
Y rogaba mucho a Jesús que no enviara los espíritus fuera de aquella región. Y como cerca de allí, junto al monte, se hallaba paciendo una gran piara de cerdos, los espíritus le rogaron:
– Mándanos a los cerdos y déjanos entrar en ellos.
Jesús les dio permiso, y los espíritus impuros salieron del hombre y entraron en los cerdos. Estos, que eran unos dos mil, echaron a correr pendiente abajo hasta el lago, y se ahogaron.
Los que cuidaban de los cerdos salieron huyendo, y contaron en el pueblo y por los campos lo sucedido. La gente acudió a ver lo que había pasado.  Y cuando llegaron a donde estaba Jesús, vieron sentado, vestido y en su cabal juicio al endemoniado que había tenido la legión de espíritus. La gente estaba asustada, y los que habían visto lo sucedido con el endemoniado y con los cerdos, se lo contaron a los demás. Entonces comenzaron a rogar a Jesús que se fuera de aquellos lugares.
Al volver Jesús a la barca, el hombre que había estado endemoniado le rogó que le dejara ir con él. Pero Jesús no se lo permitió, sino que le dijo:
– Vete a tu casa, con tus parientes, y cuéntales todo lo que te ha hecho el Señor y cómo ha tenido compasión de ti.
El hombre se fue y comenzó a contar por los pueblos de Decápolis lo que Jesús había hecho por él. Y todos se quedaban admirados.

Jesús cura a aquel endemoniado. Una de las cosas que favorecen esta curación, es que aquel hombre reconoce su mal, se reconoce endemoniado. En el evangelio, los endemoniados son enfermos del espíritu. Jesús, en este caso, transmite el mal a los cerdos. Los gerasanos se asustan ante esto y le piden que se marche. El curado le pide seguirle. Jesús le dice que debe explicar a sus compatriotas lo que ha sucedido. Ante sus explicaciones , pasaron del miedo a la admiración. 
Todos hemos sido curados por Jesús. Nuestro testimonio ante los otros puede causar admiración y acercarlos a Cristo.

"Todos se admiraban. Es normal, porque las cosas que hacía Jesús eran admirables. Como admirables son los ejemplos de vida de las personas que nos encontramos en la primera lectura. Y, a pesar de ser admirables, no consiguieron lo prometido, “porque Dios tenía preparado algo mejor a favor nuestro”, porque no había llegado la hora de Jesús.
Pero con la presencia de Jesús, la cosa cambia. Comienza a cambiar el signo de la batalla entre el bien y el mal. Lo que hasta entonces parecía imposible, derrotar al demonio, porque incluso con cadenas no podían sujetar al individuo, cambia absolutamente con la mera cercanía de Cristo. Los demonios se alteran, intuyen lo que les espera, pero les da igual. Esta vez, la victoria es del Bien, con mayúscula. El mal se retira, acaba sumergido y ahogado.
Los lugareños se asustaron, nos dice el texto evangélico. También es normal, porque muchas veces, cuando no entendemos algo, nos asustamos. Para entender lo que hace Jesús, es preciso haber compartido el camino, y estar en la onda en la que emitía Cristo. Si escuchas y no entiendes, la cosa puede dar miedo, porque sin fe hay muchas cosas incomprensibles. E imposibles.
El exendemoniado desea unirse al grupo de los seguidores de Jesús, quiere ir con Él y ser parte del grupo. Compartir su nueva vida con Aquél que le ha devuelto a la vida. Pero Jesús tiene otros planes para él. No todos están destinados a vivir con Jesús, compartiendo el camino y la vida. Eso queda reservado para un pequeño grupo de elegidos. A este hombre, por el contrario, le manda a ser “misionero en su casa”.
Y, por lo que parece, este hombre lo hizo bien, a conciencia. Se encargó de que todos supieran lo que el Señor había hecho por él, cómo le había devuelto la paz, liberándole de todos los demonios que no le dejaban vivir en paz. Quién sabe, puede que otras muchas personas alcanzaran también la paz, gracias a la predicación de esta persona.
Nosotros, seguramente, no hemos sido liberados de una legión de demonios, pero, con toda seguridad, hemos sentido la liberación que supone recibir el perdón por nuestros pecados. Esa reconciliación con Dios, con la Iglesia y con los hermanos, que nos libra del peso de las cadenas que supone saberse en deuda."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

domingo, 2 de febrero de 2025

EL NIÑO CRECÍA...

 

 Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según manda la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: “Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.” Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones.
En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Era un hombre justo, que adoraba a Dios y esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con él y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor había de enviar. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo. Y cuando los padres del niño Jesús entraban para cumplir con lo dispuesto por la ley, Simeón lo tomó en brazos, y alabó a Dios diciendo:
“Ahora, Señor, tu promesa está cumplida:
ya puedes dejar que tu siervo muera en paz .
Porque he visto la salvación
que has comenzado a realizar
ante los ojos de todas las naciones,
la luz que alumbrará a los paganos
y que será la honra de tu pueblo Israel.”
El padre y la madre de Jesús estaban admirados de lo que Simeón decía acerca del niño. Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús:
– Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan y muchos se levanten. Será un signo de contradicción que pondrá al descubierto las intenciones de muchos corazones. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que te atraviese el alma.
También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana. Se había casado siendo muy joven y vivió con su marido siete años; pero hacía ya ochenta y cuatro que había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret. Y el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio, y gozaba del favor de Dios.

Con este texto Lucas nos quiere dejar dos cosas claras. Que Jesús es plenamente judío, el anunciado como Salvador en el Antiguo Testamento, y que a Jesús sólo se le puede reconocer desde la sencillez, la humildad, representada por los dos ancianos que lo acogen.

"Celebramos hoy la fiesta de la Presentación del Señor en el templo. Aunque parezca mentira, han pasado cuarenta días desde la celebración de la Navidad. José y María se acercan a Jerusalén, a cumplir con las normas judías de purificación. Es una nueva revelación de Jesús, el Mesías, al que todos esperaban, pero sólo dos personas, Simeón y Ana, fueron capaces de reconocer.
En Belén la gloria del Señor envolvió de luz a los pastores; en los lejanos países de Oriente la estrella brilló para los Magos; en el templo de Jerusalén ha aparecido la luz para iluminar a la gente. Es un puente entre la Navidad y la Pascua, y María, la Madre de Dios, es el vínculo de unión entre estos dos momentos de salvación. En Oriente, se conoce la fiesta del encuentro, entre el Niño Dios y el anciano Simeón, el Antiguo y el Nuevo Testamento.
(...) Los dos, María y José, saben que el niño que llevan en brazos no es suyo: les ha sido confiado por Dios para que sean sus cuidadores, pero que pertenece a Dios. Lo cuidarán con mucho amor, hasta que llegue el día de comenzar la misión que su Padre le ha encomendado. Lo llevan al templo, con confianza, para que el mundo sepa que ya está ahí.
Y el encuentro se produce con dos repre­sentantes de la tercera o cuarta edad. Un hombre y una mujer. Los únicos capaces de reconocer al Mesías. Conservamos los nombres: Simeón y Ana. Dos ancianos tienen un maravilloso encuentro con un niño de cuarenta días. Un hombre y una mujer que habían llegado al ocaso de sus vidas se encuentran con la Luz recién venida al mundo. Fue un encuentro tan especial que los dejó maduros para morir. Así lo confiesa Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz».
El Salvador también conoció la muerte. Porque se encarnó del todo. En medio de la vida y como un fuerte y angustioso oleaje, tuvo que enfrentarse a la “hermana muerte”. Pero la afrontó como lo que era, como todo un Señor, como «el Señor». Venció a la muerte entregándose a ella. No dejó que el miedo a la muerte le amordazara la boca, impidiéndole dar su testimonio.
Esa llamada al testimonio la tienen todos los cristianos. Nadie está libre de dar razón de su fe. Pero algunos, con una vocación especial, debemos dar testimonio de entrega a Dios hasta el final, sin reservarnos nada. Ese es el testimonio que los religiosos estamos llamados a dar. Del encuentro personal con Cristo, que cambia la existencia, nace la llamada a seguirlo más de cerca. A veces, con riesgo de la propia vida. Pero con mucha confianza en Dios, como los padres de Jesús.
Estamos necesitados de mucha apoyo y oración, Por eso, me parece oportuno terminar hoy con la oración que la Conferencia Episcopal Española ha preparado para este año.
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

sábado, 1 de febrero de 2025

EN TIEMPO DE TORMENTAS



 Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar:
«¡Silencio, enmudece!».
El viento cesó y vino una gran calma.
Él les dijo:
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?».
Se llenaron de miedo y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!».

En nuestra vida encontraremos muchos momentos de tempestad, de miedo, de desconcierto. Y nos parecerá que Dios duerme; pero Él está junto a nosotros. Debemos tener Fe. Por difíciles que nos parezcan los momentos que pasamos, Él calmará las olas, el calmará el viento, Él nos protegerá siempre.

"Una de las frases más repetidas en la Biblia es :“No tengáis miedo” Aquellos discípulos, expertos marineros se vieron amenazados por vientos tempestuosos y huracanados. Cuando ya se ven superados, llenos de temor, impotentes, perdidos, reprochan a Jesús su despreocupación. Él entonces, con gesto regio, impera a las fuerzas del mal y éstas se callan y vuelve la calma. No hay mal que a Jesús se le resista. Jesús, con su sola palabra, se manifiesta como dominador de las fuerzas misteriosas, aparece como dueño de la situación. Jesús les pregunta “¿Por qué tanto miedo? ¿Todavía no tenéis fe?”
Cuántas veces nos parece que Jesús duerme cuando la vida se nos complica, cuando tenemos miedo, cuando el dolor estremece nuestra barca. Son muchas las fuerzas de los vientos que azotan el mar de este mundo: el poder de los poderosos, la riqueza de los ricos, las guerras entre los países.  Podemos preguntarnos ¿por qué vivimos tan paralizados por el miedo? ¿Por qué tantas dudas y cobardías entre los cristianos? ¿Nos falta confianza en el Padre? Aunque parezca que duermen, Jesús no abandona a los suyos."
(Salvador León cmf, Ciudad Redonda)