sábado, 17 de junio de 2023

LO GUARDABA EN SU CORAZÓN



  Los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y así, cuando Jesús cumplió doce años, fueron todos allá, como era costumbre en esa fiesta. Pero pasados aquellos días, cuando volvían a casa, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Pensando que Jesús iba entre la gente hicieron un día de camino; pero luego, al buscarlo entre los parientes y conocidos, no lo encontraron. Así que regresaron a Jerusalén para buscarlo allí.
 Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado entre los maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que le oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando sus padres le vieron, se sorprendieron. Y su madre le dijo:
– Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.
 Jesús les contestó:
– ¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?
 Pero ellos no entendieron lo que les decía.
 Jesús volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos en todo. Su madre guardaba todo esto en el corazón.

María se encuentra ante algo que no comprende. Jesús, aquel niño que habían educado con esmero, realiza algo que parece a la actuación de nuestros adolescentes, a un acto de rebeldía. Además su respuesta no es precisamente conciliadora. María, nos dice el Evangelio, guardaba estas cosas en su corazón. Meditaba todo aquello que no comprendía, pero que aceptaba como voluntad de Dios. ¿Sabemos nosotros hacer lo mismo? En la vida nos suceden cosas incomprensibles. ¿Las meditamos y aceptamos como voluntad de Dios?

viernes, 16 de junio de 2023

EL CORAZÓN DE JESÚS

 


 Por aquel tiempo, Jesús dijo: 
- Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has mostrado a los sencillos las cosas que ocultaste a los sabios y entendidos. Sí, Padre, porque así lo has querido.
Mi Padre me ha entregado todas las cosas. Nadie conoce realmente al Hijo, sino el Padre; y nadie conoce realmente al Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo quiera darlo a conocer. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os haré descansar. Aceptad el yugo que os impongo, y aprended de mí, que soy paciente y de corazón humilde; así encontraréis descanso. Porque el yugo y la carga que yo os impongo son ligeros.

"Para los espíritus críticos el Dios que se revela en el Antiguo testamento resulta excesivamente pasional, con explosiones de ira y, por el otro lado, con una increíble capacidad para la ternura. Se trataría, en todo caso, de antropomorfismos, meras metáforas que no se podrían atribuir, así, sin más, al verdadero Dios, transcendente e inmutable. Ese Dios lejano, podrá ser con nosotros, tal vez, benévolo, con un deje de condescendencia, pero sin verdaderas entrañas. Ahora bien, los cristianos no creemos simplemente en Dios (lo que, en los tiempos que corren, no es poco), sino en un Dios encarnado, que ha asumido plenamente y con todas sus consecuencias nuestra condición humana. De modo que, precisamente en Cristo, se hacen realidad humana esas presuntas metáforas. Así, la profecía de Ezequiel (36,26) que promete arrancar del pecho el corazón de piedra y dar un corazón de carne, se cumple en Jesús, el hombre verdadero dotado de un corazón, no angélico, sino de carne, un corazón capaz de compadecer. Sólo así, amándonos con un corazón de carne, puede Jesús sanar el amor humano, herido por el pecado, por el egoísmo, la envidia, la codicia, la rivalidad y el odio; y esto no sólo en las relaciones humanas más impersonales (como las sociales o las económicas), sino también en las más cercanas y entrañables (como las familiares), que son con frecuencia fuente de conflictos y sufrimientos que nos hieren en lo profundo.
Jesús ha acercado el amor incondicional de Dios, y nos ha hecho accesible, por medio de su corazón de carne, el corazón de Dios. No es un Dios lejano y terrible, ante el que debamos sentirnos temerosos e indignos, sino un Dios Padre que se preocupa por nosotros, y que suscita en nosotros confianza y amor. Esto es lo que podemos experimentar al acercarnos a Jesús con un espíritu sencillo: la revelación de una sabiduría que no es cuestión de erudición, sino la sabiduría del amor. El amor, es verdad, es exigente y a veces nos pesa: “amor meus pondus meum” (mi amor es mi peso), decía San Agustín. Pero es, también, lo que da sentido y orientación a nuestra vida. Por eso añadía: “eo feror, quocumque feror” (por él soy llevado adondequiera que me lleven), porque el ser humano tiende al objeto de su amor, por más que esfuerzos que le exija. Por eso dice Jesús que su yugo es llevadero y su carga es ligera. Y tanto más si consideramos que el peso del amor verdadero lo ha tomado Jesús sobre sí mismo al dar su vida por nosotros.
La sabiduría del amor que Jesús ha revelado es exigente, cierto, pero sobre todo nos da confianza, nos relaja, nos da alivio y respiro. En Cristo, en su corazón manso y humilde, encontramos el perfecto equilibrio entre la autoestima y la humildad: autoestima, porque somos amados sin condiciones, lo que significa que, en el fondo de nuestro ser, somos buenos y valiosos; pero también humildad, porque sabemos que no somos perfectos, que tenemos que reconocer con humildad nuestros límites, nuestros pecados. Pero esto último no es una humillación que nos destruye, sino la certeza de que podemos mejorar, de que hay en nosotros posibilidades no exploradas. Y nuestra gran posibilidad, si aprendemos de Jesús, es el amor: saber que cuando tratamos de amar, Dios mismo está obrando en nosotros y que Él permanece con nosotros."

(José Maria Vegas cmf, Ciudad Redonda)

jueves, 15 de junio de 2023

AMAR ES "CUMPLIR"



Porque os digo que si no superáis a los maestros de la ley y a los fariseos en hacer lo que es justo delante de Dios, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que a vuestros antepasados se les dijo: ‘No mates, pues el que mata será condenado.’ Pero yo os digo que todo el que se enoje con su hermano será condenado; el que insulte a su hermano será juzgado por la Junta Suprema, y el que injurie gravemente a su hermano se hará merecedor del fuego del infierno.
Así que, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda.
Si alguien quiere llevarte a juicio, procura ponerte de acuerdo con él mientras aún estés a tiempo, para que no te entregue al juez; porque si no, el juez te entregará a los guardias y te meterán en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo.

Jesús nos sigue diciendo que todo se une en el Amor. Hasta el punto de que nuestros ritos, ceremonias, oraciones, no tienen valor si no estamos bien con los demás. Que estar enojados con el prójimo, es estar separados de Dios. Nosotros, como los fariseos, seguimos dando más importancia a las apariencias. Así le va a nuestra sociedad.

"Decía Pablo en la primera lectura de ayer que no debemos apuntarnos nada, ni considerarnos mejores que nadie. Y hoy nos dice Jesús, al contrario, que debemos ser mejores que los escribas y fariseos. ¿En qué quedamos?
El defecto principal de los fariseos (del fariseísmo que puede afectarnos a todos) consiste en creerse mejores que los demás por méritos propios, por un cumplimiento puntilloso de la ley, que lleva aparejado el desprecio y la condena de los “pecadores” (que siempre son los otros). Jesús nos explica cómo entiende este “ser mejor”: se trata de aceptar la plenitud de la ley de la que nos hablaba ayer, y que consiste en el mandamiento del amor. Pero, precisamente, cuando tratamos de poner en práctica el mandamiento del amor, descubrimos nuestra debilidad, nuestra imperfección, nuestros muchos defectos. “Ser mejores” no consiste en ponerse por encima de los demás (juzgándolos, condenándolos), sino, al contrario, en renunciar a juzgar a nadie, excepto a sí mismo, en reconocer humildemente la propia limitación, lo que nos lleva casi por necesidad a adoptar un espíritu de reconciliación, que no solo perdona, sino que también sabe pedir perdón. “Ser mejor” no consiste en ponerse por encima, sino por debajo: haciéndose servidor de la paz, el perdón y la reconciliación, que es lo mismo que decir, servidor de los hermanos.
El espíritu de reconciliación es fruto del Espíritu del Señor, del que nos habla Pablo, el que nos abre la mente y el corazón a la comprensión de las Escrituras, el Espíritu de libertad para amar, el Espíritu que nos da valor para testimoniar sin temor nuestra fe, haciendo visible ante el mundo el Evangelio de Jesucristo."

(José M. Vegas cmf. Ciudad Redonda)

miércoles, 14 de junio de 2023

VIVIR LA LEY COMO JESÚS


 No penséis que yo he venido a poner fin a la ley de Moisés y a las enseñanzas de los profetas. No he venido a ponerles fin, sino a darles su verdadero sentido. Porque os aseguro que mientras existan el cielo y la tierra no se le quitará a la ley ni un punto ni una coma, hasta que suceda lo que tenga que suceder. Por eso, el que quebrante uno de los mandamientos de la ley, aunque sea el más pequeño, y no enseñe a la gente a obedecerlos, será considerado el más pequeño en el reino de los cielos. Pero el que los obedezca y enseñe a otros a hacer lo mismo, será considerado grande en el reino de los cielos.

Jesús quiere que observemos la ley; pero quiere que lo hagamos como Él lo hizo: transformándola en Amor. Viviéndola desde el Amor. Esa Ley que se resume en amar a Dios y amar al prójimo. Haciendo un servicio continuo de nuestra vida.

"Una tentación que afecta casi universalmente a los seres humanos es la de creernos mejores que los demás, apoyados en consideraciones nacionales, culturales, ideológicas y también religiosas. Se trata de un mecanismo de autojustificación por comparación con los otros, y de una forma de autoengaño, porque, en realidad, todos estamos hechos de la misma pasta y, por eso, nadie puede ponerse por encima de nadie. Pero eso no elimina que exista una jerarquía objetiva de valores morales y religiosos, y que los representados por el Evangelio de Jesús (las Bienaventuranzas) estén en la cima de esa escala, de modo que los que aceptan con fe a Jesucristo y acogen esos valores son enriquecidos realmente en su humanidad. Basta con que pensemos en los santos.
Pablo nos da la clave para esquivar la tentación señalada, sin negar por ello la excelencia de la vida cristiana: “No es que por nosotros mismos estemos capacitados para apuntarnos algo, como realización nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios”. Y esa capacidad se nos ha dado cuando hemos recibido el Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo, por el que no nos limitamos a “cumplir” unas normas, sino que vivimos (tratamos de vivir) según el espíritu del Evangelio, de las Bienaventuranzas.
Puede parecer que hay hoy una contradicción entre las palabra de Pablo, que subraya las diferencias entre la antigua ley mosaica y la nueva ley, y las palabras de Jesús, que, lejos de marcar las diferencias, señala la continuidad entre las dos alianzas. En realidad, no hay contradicción alguna, porque la diferencia se da en la misma continuidad: Jesús no ha dejado la antigua ley como estaba, sino que la ha llevado a su plenitud. Los mandamientos de la ley mosaica encuentran su perfección en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo; lo simbolizado por los antiguos ritos y sacrificios se ha realizado de una vez y para siempre en la Cruz de Jesucristo. Mandamientos y sacrificios quedan unificados por el Amor que Dios nos ha manifestado en Cristo, del que hacemos memoria viva en la Eucaristía.
Y si Jesús nos llama a cumplir hasta el mínimo precepto de la ley, no lo hace por un legalismo estrecho y farisaico, sino porque el verdadero amor no actúa “en general”, sino que está atento con delicadeza a los más mínimos detalles y momentos de la vida."

(José M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)

martes, 13 de junio de 2023

SAL Y LUZ PARA LOS DEMÁS

 

Vosotros sois la sal de este mundo. Pero si la sal deja de ser salada, ¿cómo seguirá salando? Ya no sirve para nada, así que se la arroja a la calle y la gente la pisotea.
Vosotros sois la luz de este mundo. Una ciudad situada en lo alto de un monte no puede ocultarse; y una lámpara no se enciende para taparla con alguna vasija, sino que se la pone en alto para que alumbre a todos los que están en la casa. Del mismo modo, procurad que vuestra luz brille delante de la gente, para que, viendo el bien que hacéis, alaben todos a vuestro Padre que está en el cielo.


Sal y luz para los demás. Sal para dar gusto a la vida. Luz para iluminarla. Nuestra espiritualidad, como muchos querrían, no es una cosa estrictamente personal. Es una espiritualidad para los demás; para vivirla en comunidad. Porque seguir a Jesús es entregarse como Él hizo. Vivir para el otro; para darle gusto e iluminarlo.

"Jesús no confirma con sus palabras una clásica comprensión del cristianismo y de la religión en general, según la cual las buenas obras son la condición del “premio” de la salvación, eso que clásicamente hemos llamado “ir al cielo”. Al contrario, Jesús nos viene a decir que lo que consideramos un premio, es, en realidad, un don y un don que ya hemos recibido: el cielo viene a nosotros. No nos dice Jesús que, si hacemos esto o lo otro, seremos luz y sal, sino que ya somos sal de la tierra y luz del mundo.
De hecho, la luz es lo que ven otros al mirarnos, y la sal lo que saborean al gustar o valorar nuestra vida. Y es que si confesamos nuestra fe en Cristo (y confesar significa proclamar públicamente, testimoniar), estamos anunciando verdades y valores que los que nos escuchan y contemplan esperan ver reflejados y encarnados en nuestro modo de vida. Hemos recibido un don, pero con él una responsabilidad, una misión. La fe en Cristo no es una cuestión privada, del fuero interno, sino un don recibido para compartirlo.
Esto es lo que explica que los pecados de los cristianos (pensemos en el tristísimo ejemplo de los abusos sexuales) se agranden y publiciten mucho más que esos mismos pecados de personas pertenecientes a otros grupos sociales. Será una injusticia objetiva esa sobreexposición, pero es la consecuencia de las grandes expectativas que despierta nuestra confesión de fe, incluso entre aquellos que no la comparten o hasta la combaten. Es consecuencia de la gracia recibida, que nos convierte en luz que ilumina y señala el camino que conduce a Dios (Jesucristo), y sal que conserva la vida, la preserva de la corrupción y, además, le da sabor. Pero, si la luz se esconde y no ilumina, ¿para qué se enciende? Y si la sal se vuelve sosa, se tira y es pisoteada. Jesús nos advierte de la posibilidad de malbaratar la gracia, y nos recuerda, una vez más, que el don va aparejado a una responsabilidad, a un misión, para que esa gracia alcance a muchos otros. Ya somos sal y luz, pero tenemos que vivir en consecuencia si no queremos frustrarlos. Es decir, tenemos que responder a la gran gracia de la bienaventuranza de haber conocido a Jesús y creído en él con un modo de vida acorde con el Evangelio, para que todos vean nuestras buenas obras y den gloria, no a nosotros, sino a nuestro Padre que está en el cielo. Como nos recuerda Pablo, Dios nos ha dado un “sí” incondicional, al que no podemos responder más que con un “¡Amén!” que abarca toda nuestra existencia." 

José M. Vegas cmf, Ciudad Redonda.

lunes, 12 de junio de 2023

LA FELICIDAD DE SEGUIR A JESÚS

 


Al ver la multitud, Jesús subió al monte y se sentó. Sus discípulos se le acercaron,  y él comenzó a enseñarles diciendo:
Dichosos los que reconocen su pobreza espiritual, porque suyo es el reino de los cielos.
Dichosos los que sufren, porque serán consolados.
Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra que Dios les ha prometido.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán satisfechos.
Dichosos los compasivos, porque Dios tendrá compasión de ellos.
Dichosos los de corazón limpio, porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz, porque Dios los llamará hijos suyos.
Dichosos los perseguidos por hacer lo que es justo, porque suyo es el reino de los cielos.
Dichosos vosotros, cuando la gente os insulte y os maltrate, y cuando por causa mía digan contra vosotros toda clase de mentiras. ¡Alegraos, estad contentos, porque en el cielo tenéis preparada una gran recompensa! Así persiguieron también a los profetas que vivieron antes que vosotros.


Jesús en este evangelio nos dice lo contario de lo que los hombres hemos dicho a lo largo de la historia. Sin embargo, este es su camino. El camino de la humildad, de la sencillez, de la compasión, de la paz...Pero no acabamos de seguirlo. Y este es el único camino. El camino de Jesús. Seguirlo es ser feliz

"¡Esto es una bendición!” “¡Qué felicidad!” Si hiciéramos una encuesta sobre el significado de estas expresiones, podemos imaginarnos con facilidad las respuestas: riqueza (“¡me ha tocado la lotería!”), alegría, saciedad (el “grito de la carne” de Epicuro: “no tener hambre, no tener sed, no pasar frío”), éxito y aplauso social, poder… Pero Jesús, empeñado en llevarnos la contraria, nos presenta un cuadro no solo totalmente distinto, sino contrario, y declara felices a los pobres, a los mansos (que identificamos con los débiles), a los que lloran, a los que padecen hambre y sed, a los perseguidos… No parece el mejor camino para atraerse el éxito social. Sin duda, Jesús sería expulsado de cualquier empresa de publicidad y de cualquier equipo de asesores políticos en campaña electoral.
Pero esto, en el fondo, nos dice que Jesús no es un embaucador, que busca el aplauso a cualquier precio. Y, si lo consideramos detenidamente, caemos en la cuenta de la profunda y revolucionaria verdad contenida en las palabra de Jesús. La idea habitual de la felicidad expresada más arriba, la deseada por todos, es en la práctica cosa de unos pocos, de una élite de privilegiados. Por eso, los que se proponen como modelos de la sociedad, son modelos mentirosos, porque lo que ellos representan no estará jamás al alcance de la inmensa mayoría de la humanidad. El mensaje de Jesús, por el contrario, sí que está abierto a todos son excepción, y especialmente a los que, por diversos motivos, se encuentran exiliados de los estándares habituales de la felicidad.
La nueva ley del Evangelio, expresada en las Bienaventuranzas, no es una lista de nuevas exigencias y mandatos, sino una fórmula de felicidad, que declara que Dios bendice y llama a su salvación a todos, también a los que parecen excluidos de ella, porque esta bienaventuranza es un don, no un concurso de méritos. Y, además, es un don que nos ha hecho en su Hijo Jesucristo, que, al ofrecernos las bienaventuranzas, nos está ofreciendo su propio autorretrato. Él se ha hecho pobre (y hambriento, y perseguido…), para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). Pero es que, además, las bienaventuranzas no son un canto a la pura pasividad: los que aceptan a Jesús y la bendición que lleva consigo adoptan las actitudes de Cristo, actitudes que cambian el mundo, porque empiezan por cambiarlos a ellos mismos: la pasión por la justicia, la misericordia que acude a socorrer al necesitado, la capacidad de perdón, la purificación del corazón en las relaciones con los demás, la capacidad de poner paz donde hay guerra y conflicto…
La felicidad plena, como dice Jesús, se dará sólo en el cielo. Ahora estamos de camino hacia esa plenitud, y Jesús nos enseña el camino que nos conduce a ella. Pero de camino empezamos ya a degustar y participar de esa bienaventuranza. Es un camino erizado de dificultades y sufrimientos, pero en el que, como también nos recuerda Pablo, anticipamos el cielo cuando experimentamos el consuelo de Dios y aprendemos a consolar a los que a nuestro lado sufren por cualquier causa."

(José M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)

domingo, 11 de junio de 2023

EL SACRAMENTO DE LA UNIÓN

  


Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propio cuerpo. Lo daré por la vida del mundo.

 Los judíos se pusieron a discutir unos con otros:

 Jesús les dijo:

– Os aseguro que si no coméis el cuerpo del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí.  Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron vuestros antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre.

– ¿Cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?

"Si hacemos caso de los relatos bíblicos, y de lo que nos dicen los estudiosos de la Biblia, la historia de Israel como pueblo... comenzó con una cena en Egipto: La cena de Pascua. Para el proyecto que Dios tenía respecto a su pueblo (hacerlo un pueblo libre, unido, fuerte y en comunión con él) lo primero fue que estuvieran juntos, compartiendo unos alimentos. Fue el primer paso de otros muchos que darían juntos a lo largo de 40 años, hasta que sellaron la alianza (con otro banquete).

             También Jesús inauguró su comunidad, su nuevo pueblo, con una cena fraterna en la que formuló una alianza nueva y eterna, en vísperas de su muerte, en vísperas de momentos duros y de gran desconcierto para los suyos.
           Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
                 Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia. Por eso Jesús afirmó: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre... allí estoy yo». Es decir: que el encuentro, la reunión, la mesa compartida son un elemento esencial del seguimiento de Jesús y el contexto imprescindible para poder hablar del «Cuerpo de Cristo». Sin encuentro, sin fraternidad, sin comunión, sin compartir... no hay auténtica Eucaristía. Sería otra, bien distinta, y alejada de la voluntad, las costumbres y la intención de Jesús. (Por eso «no valen» las misas en streaming...: no hay comunidad que celebra ni se fortalece nada entre los participantes, ni...).
             También Jesús inauguró su comunidad, su nuevo pueblo, con una cena fraterna en la que formuló una alianza nueva y eterna, en vísperas de su muerte, en vísperas de momentos duros y de gran desconcierto para los suyos.
           Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
                 Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia. Por eso Jesús afirmó: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre... allí estoy yo». Es decir: que el encuentro, la reunión, la mesa compartida son un elemento esencial del seguimiento de Jesús y el contexto imprescindible para poder hablar del «Cuerpo de Cristo». Sin encuentro, sin fraternidad, sin comunión, sin compartir... no hay auténtica Eucaristía. Sería otra, bien distinta, y alejada de la voluntad, las costumbres y la intención de Jesús. (Por eso «no valen» las misas en streaming...: no hay comunidad que celebra ni se fortalece nada entre los participantes, ni...).

 Ser miembro de Cristo (ser su Cuerpo) es ser parte activa de su comunidad. Al recibir su Cuerpo recibes, en primer lugar al mismo Cristo, que hoy como entonces, se pone en manos de sus discípulos para que a partir de ese momento sean/seamos su relevo y su presencia en medio del mundo.  Pero también recibes sacramentalmente a todos tus hermanos, te haces cargo de ellos, «comulgas» (te haces comunión) con ellos, porque ellos y tú somos el Cuerpo de Cristo. Así nos lo recordaba Benedicto XVI en uno de sus escritos: «La Iglesia nace de la Eucaristía». Por eso, de nuevo, no hay Eucaristía sin comunidad. Y la Eucaristía me ha de llevar a construir comunidad, a crecer en comunión, a compartir y amar mucho más, hasta ser «cuerpo entregado».
           Quiere decirse también que lo que está sobre el altar y va a ser repartido por el sacerdote en el nombre de Cristo es el sacramento de ti mismote parten, te reparten, y te ponen en manos de los hermanos para que seas también tú su alimento
           Quiere decirse también que lo que está sobre el altar y va a ser repartido por el sacerdote en el nombre de Cristo es el sacramento de ti mismote parten, te reparten, y te ponen en manos de los hermanos para que seas también tú su alimento
Por eso decía san Agustín:
Tú eres lo que recibes”. Recibes el cuerpo de Cristo y eres cuerpo de Cristo. En la Cena del Señor nos convertimos en otros “cristos”, para los demás
         Así podemos entender mejor las palabras de Jesús en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí».         
 Por eso celebrar la Eucaristía es hacernos cargo de los pobres, emigrantes, enfermos, sufrientes... que fueron la principal ocupación y preocupación de Cristo. Pasamos a ser instrumentos suyos: sus manos, sus pies, su mirada, su corazón para los otros. Y por medio de nosotros sigue hablando, orando, sanando, dando de comer... No es casualidad que hoy celebremos el Día de la Caridad. Cada Eucaristía debiera serlo, aunque hoy lo resaltemos especialmente.
             ¡Tantas cosas se pueden decir sobre «el Sacramento de nuestra fe»! No nos cansemos de contemplarlo, meditarlo, profundizar en él, y sobre todo llevarlo a la vida, tal como Jesús propuso a sus discípulos aquella noche en que empezaron a ser Comunidad/Cuerpo suyo, precisamente antes de morir. Se pone en nuestras manos, nos pone a unos en manos de otros, nos invita a "amarnos" y a "ser uno" para que el mundo crea.
           Seguramente tengamos mucho que mejorar en nuestras celebraciones... ¡y no en aspectos secundarios! («¿es obligatorio/precepto? ¿me vale esta misa para....?, ¿en la mano o en la boca?, ¿de pie o de rodillas?): Se trata de vivirla para que el mundo crea. Este es nuestro reto precisamente hoy."

(Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf) Ciudad Redonda.