lunes, 30 de junio de 2025

SEGUIR A JESÚS

 



Jesús, viéndose rodeado por la multitud, ordenó pasar a la otra orilla del lago. Se le acercó entonces un maestro de la ley, que le dijo:
– Maestro, deseo seguirte adondequiera que vayas.
Jesús le contestó:
– Las zorras tienen cuevas, y las aves, nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar la cabeza.
Otro, que era uno de sus discípulos, le dijo:
– Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre.
Jesús le contestó:
– Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos.

Jesús nos está diciendo que basta de excusas. Seguirlo implica dejarlo todo. Hacerse pobre entre los pobres. Perseguido con los perseguidos. Necesitado con los necesitados...Nos parece duro...y lo es. Pero es el camino que debemos seguir. Es la meta que debemos alcanzar.

"Llama la atención un especie de contraste entre las lecturas de la Liturgia de la Palabra de hoy.  Jesús parece contraponerse al Dios que transige con Abraham y una a una va aceptando propuestas de rebaja en su amenaza de destruir Sodoma y Gomorra. Jesús es tajante: no hay rebajas. Pero es Él mismo quien en otro lugar dice venir a que la Ley se cumpla hasta la última jota. ¿Y no es una ley sagrada el honrar a los padres?
Conocí a algún predicador que aplicaba a estos textos exigentes la definición de hipérbole o exageración retórica.  Vale, pero no nos escudemos en eso. Me parece que este pasaje evangélico de Mateo va mucho más allá. ¿Quién conoce mejor nuestro corazón, que el Verbo por quien todo fue hecho? Y por eso vió en el corazón del discípulo lo que es muy posible que vea en cada uno de nosotros. Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce? leemos en Jeremías 17, 8. Somos tan capaces de engañar como de engañarnos.  Sabemos de nuestra insuficiencia y de nuestra debilidad y, ante los demás y ante nosotros mismos, queremos aparentar virtud, entrega, caridad…
Así, justificamos con argumentos “de mucho peso” el no tener aquella “determinada determinación” de la que hablaba Teresa de Jesús. Y el posponer con buenas razones el radical seguimiento al que nos llama el Maestro. A veces ni siquiera somos conscientes. Pero si miramos nuestra vida es muy posible que nos identifiquemos con aquellos versos de Lope: “¡Cuántas veces el ángel me decía:/«Alma, asómate ahora a la ventana,/verás con cuánto amor llamar porfía»!/¡Y cuántas, hermosura soberana,/«Mañana le abriremos», respondía,/para lo mismo responder mañana!”
Pidamos escuchar esa llamada de amor y responder sin “aplazamientos”…"
(Virginia Fernández, Ciudad Redonda)

domingo, 29 de junio de 2025

¿QUIÉN ES EL PARA NOSOTROS?

 


Cuando Jesús llegó a la región de Cesarea de Filipo preguntó a sus discípulos:
– ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?
Ellos contestaron:
– Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías, y otros, que Jeremías o algún profeta.
 – Y vosotros, ¿quién decís que soy? – les preguntó.
Simón Pedro le respondió:
– Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente.
Entonces Jesús le dijo:
– Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque ningún hombre te ha revelado esto, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra voy a edificar mi iglesia; y el poder de la muerte no la vencerá. Te daré las llaves del reino de los cielos: lo que ates en este mundo, también quedará atado en el cielo; y lo que desates en este mundo, también quedará desatado en el cielo.
(Mt 16,13-19)

Quizá presumimos de cristianos, de católicos practicantes...pero nunca, en el interior de nuestro corazón, nos hemos hecho la pregunta que Él nos hace: ¿Quién soy Yo? Responderla en profundidad, meditarla cada día, cambiará nuestra vida.

" (...) Cada uno de nosotros, como Pedro y como Pablo, somos distintos y debemos vivir nuestra fe, una misma fe, de acuerdo con nuestro propio carácter, con nuestras propias convicciones, con nuestra propia manera de sentir y de amar a Dios y al prójimo. La fe cristiana, evidentemente, es una y única, pero la vivencia y la expresión de esa fe será siempre personal e intransferible, aunque nuestra profesión de fe se haga dentro de una misma Iglesia y dentro de una misma comunidad cristiana. Cada uno con su misión personal.
Con una persecución comienzan las lecturas este domingo, en los Hechos de los Apóstoles. El relato del encarcelamiento y milagrosa liberación de Pedro nos da pie para pensar en las diversas maneras en que Dios ha intervenido e interviene en nuestras vidas. Que son muchas y muy variadas. Seguramente no con un arcángel, como sucedió con Santa María, pero sí con personas que han cumplido esa misión angelical. Recuerdo la primera vez que volvimos de Krasnoyarsk, en Siberia, a Moscú, el año 1997, y en la capital de Rusia nos recibió un conocido, que nos alojó en su casa, nos llevó de paseo por la Plaza Roja y nos dejó en el aeropuerto con destino a Madrid. Un verdadero ángel.
A Pedro, ese ángel le abrió las puertas, y le permitió seguir con su misión, a pesar de todo. Para los cristianos perseguidos en la época en que escribe su Evangelio Lucas, es un gran estímulo. Se puede ser fiel en las pruebas, como lo fue Pedro y como lo fueron todos los Apóstoles.
Además, también se nos dice que Dios no abandona nunca a quien se juega la vida por el Evangelio. Pedro comprende que “el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos.” Ese ángel, por otra parte, cumplió un prodigio más extraordinario en el martirio de Pedro y Pablo: liberó a los dos apóstoles del temor de ofrecer la vida por Cristo. Es éste el prodigio que Dios quiere realizar en cada auténtico discípulo: liberarlo de las cadenas que lo tienen prisionero y le impiden correr a lo largo del camino trazado por Jesús.
Esa aceptación de su destino la narra Pablo en la segunda lectura de hoy. “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.” Toda una vida llena de aventuras, algunas buenas, muchas dolorosas, incluso peligrosas para la vida del apóstol. Ese ansia perseguidor se vuelca en la predicación del Evangelio después del encuentro con Cristo, camino de Damasco. Contra todo y contra todos. En el resumen final del texto, su adhesión ejemplar al evangelio nos viene propuesta para invitarnos a llevar una vida más coherente con la fe que profesamos. A pesar de las dificultades. Que fueron, lo sabemos, muchísimas.
Y terminamos este repaso por las lecturas de hoy con el Evangelio. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos olvidarnos ahora del texto y del contexto evangélico, y preguntarnos a nosotros mismos: ¿Quién es para mí, Jesús de Nazaret? Olvidémonos de lo que dice la gente y de respuestas que hemos aprendido hace más o menos tiempo en la catequesis. Entremos en el fondo de nuestro corazón y, a solas con nosotros mismos, repitamos sosegada y profundamente, la pregunta: “¿Quién es para mí Jesús de Nazaret, hasta qué punto mi fe en Él condiciona y dirige toda mi conducta?” Ojalá que, de la respuesta, sincera que demos, pueda decirse que no nos la ha revelado nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo Sería el mejor homenaje que, en esta fiesta, podríamos ofrecer a San Pedro y a San Pablo.
Recordemos que los santos están ahí no para que los contemplemos en los altares, sino para enseñarnos a vivir la vida, la vida de cada día, en cristiano, para que aprendamos a decirle al Señor, como le dijo Pedro: “Tú sabes que te amo”, aunque no lo parezca en determinadas ocasiones, y para que no regateemos esfuerzos cuando la misión que, desde el vientre de nuestra madre se nos dio, nos pida algo más de lo que estamos dispuestos a dar.
Los santos están ahí para estimularnos, ayudarnos y demostrarnos que para los hombres es difícil, pero para Dios nada es imposible.  Y los santos de hoy, Pedro y Pablo, son dos grandes hombres a cuya sombra nos conviene estar para que, como al tullido de la Puerta hermosa en Jerusalén, Pedro nos libere de nuestra parálisis; y Pablo nos empuje, si es necesario con toda la energía de su carácter indomable, para andar con Él por el camino recto hacia el Cielo."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

sábado, 28 de junio de 2025

UN CORAZÓN QUE LO GUARDA TODO

 


Los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y así, cuando Jesús cumplió doce años, fueron todos allá, como era costumbre en esa fiesta. Pero pasados aquellos días, cuando volvían a casa, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Pensando que Jesús iba entre la gente hicieron un día de camino; pero luego, al buscarlo entre los parientes y conocidos, no lo encontraron. Así que regresaron a Jerusalén para buscarlo allí.
Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado entre los maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que le oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando sus padres le vieron, se sorprendieron. Y su madre le dijo:
– Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.
Jesús les contestó:
– ¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?
Pero ellos no entendieron lo que les decía.
Jesús volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos en todo. Su madre guardaba todo esto en el corazón.
(Lc 2,41-51)

María, muchas de las cosas que sucedían no acababa de entenderlas, pero las guardaba y meditaba en su corazón. Lo mismo nos ocurre a nosotros. Hay muchas cosas que no acabamos de entender: por qué hay gente que padece tanto, que es perseguida, que no tiene nada...la guerra, la violencia, la injusticia...Como María debemos guardarlo en nuestro corazón, meditar, intentar ver las cosas con los ojos de Jesús.
También hoy debemos estar contentos, porque nosotros también estamos en el Corazón de María.
 
"Como a la sombra de la solemnidad del Corazón de Jesús, la Iglesia coloca el recuerdo (la memoria obligatoria) del Corazón inmaculado de María. Sí, realmente, es obligado recordar y contemplar el Corazón de María tras haber considerado el significado del Corazón de Jesús. Porque, si el Verbo se hizo carne, y recibió así un corazón de carne, María es la carne del Verbo, aquella de la que el Verbo del Eterno Padre tomó su carne mortal. Dice el Evangelio de Juan, y lo repetimos al rezar el Ángelus, “el Verbo se hizo carne”. Pero es que esa carne humana y mortal en la que se encarnó el Verbo eterno de Dios es una carne concreta, personal, con rostro y con nombre: la carne de María. Por eso, en ella, podemos también decir que la carne se hizo Verbo.
Por eso, también del Corazón de María tenemos los cristianos mucho que aprender. Del Corazón manso y humilde de Jesús recibimos la revelación de la sabiduría del amor. Del Corazón de María aprendemos a aceptar y asimilar esa sabiduría. Porque ese aprendizaje no es cosa fácil. No todo está claro desde el principio. No nos creamos tan listos: no todo lo entendemos de una vez y a la primera. La sabiduría del amor va al centro de nuestro ser, a sus estratos más profundos, y esto exige un proceso que no está exento de dificultades, de incertezas y de angustias. En nuestro caso, porque, además, existen determinadas resistencias y cerrazones. Somos con frecuencia como el hijo aquél que decía “Sí, voy”, pero después no iba (cf. Mt 21, 2-32): profesamos la fe con ortodoxia, pero no siempre nos lo creemos del todo, y, desde luego, muchas veces no actuamos en consecuencia. Para llegar a entender de verdad, de corazón y no sólo teóricamente, se requiere paciencia y perseverancia. Y en esto María es para nosotros maestra de vida cristiana. En ella no había resistencia alguna, su “fiat” es completo e incondicional. Pero también ella tiene que hacer ese proceso de fe en el que no todo está claro de entrada. También ella pierde de vista a Jesús, siente la angustia de una búsqueda que no da fruto inmediato (los tres días de búsqueda nos hablan, de hecho, de los tres días que van de la muerte a la resurrección), también ella escucha de Jesús cosas que no le resultan claras… Pero, en vez de hacer lo que solemos hacer nosotros, “interpretar” según nuestro leal saber y entender, tratando de domar la Palabra, María “conservaba todo en su corazón”, dejando con paciencia y confianza, con fe verdadera, que la Palabra madurara, que penetrara hasta esas profundidades del alma en las que sólo es posible una comprensión a su tiempo y completa. Así es el corazón humilde, el corazón abierto, el corazón que ama, el corazón de madre, el Corazón Inmaculado de María. Si hemos de imitar a Jesús, el manso y humilde de corazón, ¿no habremos de imitar también a aquella de la que ese corazón tomó su carne?"
(J.M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)

viernes, 27 de junio de 2025

LA FUENTE VIVA DEL AMOR

 


Entonces Jesús les contó esta parábola: ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las otras noventa y nueve en el campo y va en busca de la oveja perdida, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra la pone contento sobre sus hombros, y al llegar a casa junta a sus amigos y vecinos y les dice: ‘¡Felicitadme, porque ya he encontrado la oveja que se me había perdido!’ Os digo que hay también más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse .
( Lc 15,3-7)

El Papa Francisco en "Dilexit nos" escribió: El Corazón de Cristo es la fuente viva e inagotable de un amor que no conoce fronteras ni condiciones.
Nosotros, juzgando y condenando a los demás, hemos conseguido que se hayan perdido las otras noventa y nueve. ¿Cuándo nos convenceremos que el Amor a TODOS, es la única forma de seguir a Jesús y de conseguir que los otros le sigan?

"Para los espíritus críticos el Dios que se revela en el Antiguo testamento resulta excesivamente pasional, con explosiones de ira y, por el otro lado, una increíble capacidad para la ternura. Se trataría, en todo caso, de antropomorfismos, meras metáforas que no se podrían atribuir, así, sin más, al verdadero Dios, transcendente e inmutable. Ese Dios lejano, podrá ser con nosotros, tal vez, benévolo, con un deje de condescendencia, pero sin verdaderas entrañas. Ahora bien, los cristianos no creemos simplemente en Dios (lo que, en los tiempos que corren, no es poco), sino en un Dios encarnado, que ha asumido plenamente y con todas sus consecuencias nuestra condición humana. De modo que, precisamente en Cristo, se hacen realidad humana esas presuntas metáforas. Así, la profecía de Ezequiel (36,26) que promete arrancar del pecho el corazón de piedra y dar un corazón de carne, se cumple en Jesús, verdadero hombre, dotado de un corazón, no angélico, sino de carne, un corazón capaz de compadecer. Sólo así, amándonos con un corazón de carne, puede Jesús sanar el amor humano, herido por el pecado, por el egoísmo, la envidia, la codicia, la rivalidad y el odio; y esto no sólo en las relaciones humanas más impersonales (como las sociales o las económicas), sino también en las más cercanas y entrañables (como las familiares), que son con frecuencia fuente de conflictos y sufrimientos que nos hieren en lo profundo.
Jesús ha acercado el amor incondicional de Dios, y nos ha hecho accesible, por medio de su corazón de carne, el corazón de Dios. No es un Dios lejano y terrible, ante el que debamos sentirnos temerosos e indignos, sino un Dios Padre que se preocupa por nosotros, y que suscita en nosotros confianza y amor. Esto es lo que podemos experimentar al acercarnos a Jesús con un espíritu sencillo: la revelación de una sabiduría que no es cuestión de erudición, sino la sabiduría del amor. El amor, es verdad, es exigente y a veces nos pesa: “amor meus pondus meum” (mi amor es mi peso), decía San Agustín. Pero es, también, lo que da sentido y orientación a nuestra vida. Por eso añadía: “eo feror, quocumque feror” (por él soy llevado adondequiera que me lleven), porque el ser humano tiende al objeto de su amor, por más que esfuerzos que le exija. Por eso dice Jesús que su yugo es llevadero y su carga es ligera (cf. Mt 11, 30). Y tanto más si consideramos que el peso del amor verdadero lo ha tomado Jesús sobre sí mismo al dar su vida por nosotros. Por eso, vemos que el corazón de Jesús es también un corazón desgarrado, atravesado por la lanza, pero esto es así porque es un corazón abierto, que ha estado antes atravesado de un amor que no conoce límites.
La sabiduría del amor que Jesús ha revelado plenamente en la Cruz y de la que nos habla Pablo es exigente, cierto, pero sobre todo nos da confianza, nos relaja, nos da alivio y respiro. En Cristo, en su corazón manso y humilde, encontramos el perfecto equilibrio entre la autoestima y la humildad: autoestima, porque somos amados sin condiciones, lo que significa que, en el fondo de nuestro ser, somos buenos y valiosos; pero también humildad, porque sabemos que no somos perfectos, que tenemos que reconocer con humildad nuestros límites, nuestros pecados. Pero esto último no es una humillación que nos destruye, sino la certeza de que podemos mejorar, de que hay en nosotros posibilidades no exploradas. Y nuestra gran posibilidad, si aprendemos de Jesús, es el amor: saber que cuando tratamos de amar, Dios mismo está obrando en nosotros y que Él permanece con nosotros."
(J.M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)

jueves, 26 de junio de 2025

CONSTRUIR SOBRE JESÚS

 


No todos los que me dicen ‘Señor, Señor’ entrarán en el reino de los cielos, sino solo los que hacen la voluntad de mi Padre celestial. Aquel día muchos me dirán: ‘Señor, Señor, nosotros hablamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros.’ Pero yo les contestaré: ‘Nunca os conocí. ¡Apartaos de mí, malhechores!
Todo el que oye mis palabras y hace caso a lo que digo es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía sus cimientos sobre la roca. Pero todo el que oye mis palabras y no hace caso a lo que digo, es como un tonto que construyó su casa sobre la arena. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos, y la casa se derrumbó. ¡Fue un completo desastre!
Cuando Jesús acabó de hablar, la gente estaba admirada de cómo les enseñaba, porque lo hacía con plena autoridad y no como sus maestros de la ley.

La verdadera espiritualidad no se basa solamente en rezar y creer que actuamos en nombre de Jesús. Debemos tener una base sólida. Y esta base sólida es la Voluntad del Padre. Debemos preguntarnos cada día, en cada momento qué es lo que Dios quiere de nosotros. Qué haría Jesús en nuestro lugar. Construir sobre la voluntad del Padre es construir sobre roca. Es construir sobre Jesús

"Existe una religiosidad “perezosa”, que sólo se mantiene en una apariencia de piedad cuando todo va bien, pero que se hunde en la dificultad. Elevar la mirada a Dios y pedirle sinceramente su ayuda significa escuchar su Palabra, acogerla y ponerla en práctica. Y esto supone tomar decisiones difíciles, escoger el camino empinado y entrar por la puerta estrecha, porque todo esto implica tomar sobre sí la Cruz, adoptar como norma de la propia vida el mandamiento del amor, del perdón, de la respuesta al mal con el bien. Solo así, tratando de vivir como vivió Él (cf. 1 Jn 2, 6) nos convertimos en verdaderos discípulos suyos, que construyen sobre roca y son capaces de mantenerse fieles también en los malos momentos, en las circunstancias (personales y sociales) adversas. Y sólo así conseguimos invertir el sentido de la historia y de los acontecimientos, convirtiendo el mal que nos rodea y parece triunfar en historia de salvación, en acontecimiento de gracia, para el bien de los que lo aman, y, por medio de ellos, para el bien de todos, puesto que por todos ha muerto y resucitado el Señor."
(J.M.Vegas cmf, Ciudad Redonda)

miércoles, 25 de junio de 2025

DAR BUENOS FRUTOS



¡Cuidado con los falsos profetas! Vienen a vosotros disfrazados de ovejas, pero por dentro son lobos feroces. Por sus frutos los conoceréis, pues no se recogen uvas de los espinos ni higos de los cardos. Así, todo árbol bueno da buen fruto; pero el árbol malo da fruto malo. El árbol bueno no puede dar mal fruto, ni el árbol malo dar fruto bueno. Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. De modo que por sus frutos los conoceréis.
(Mt 7,15-20)

Si queremos mostrar a Dios a los demás, debemos dar buenos frutos. Primero debemos escucharle. Y luego amar, acoger, curar, liberar...Los frutos que dio Jesús durante su vida.

"Es evidente que no todo es lo que parece. Aunque no debemos adoptar una actitud de sospecha sistemática contra toda apariencia de bien, que acaba aislándonos y cerrándonos sobre nosotros mismos, minando toda capacidad de confianza, tampoco debemos ser ingenuos. Como el bien atrae y el mal repele, es frecuente que los que tienen aviesas intenciones traten de esconderlas y disimularlas, revistiéndose de apariencias de bien. Así Jesús nos advierte contra los falsos profetas, que operan en el ámbito de la religión. Pero es verdad que los lobos con piel de oveja se encentran en todos los ámbitos de la vida humana: la economía, la política, la amistad, hasta la familia. Pero Jesús nos advierte, al tiempo que nos ofrece criterios de discernimiento: son los frutos los que nos hacen conocer la calidad de las raíces, son la consecuencias las que nos revelan la intenciones ocultas y disfrazadas.
Pero este criterio de discernimiento podemos aplicárnoslo a nosotros mismos. También podemos usarlo para examinarnos, para comprobar si nuestra vida está dando buenos o malos frutos. Lo más probable es que encontremos que se dé una mezcla de frutos buenos y malos, puesto que no somos perfectos. Pero Jesús nos llama a dar solo frutos buenos. ¿Cómo hacer? Tenemos que trabajar en las raíces: examinar nuestros valores básicos, los que realmente mueven nuestro corazón, no sólo los que profesamos teóricamente. Y no solo examinar, sino alimentar, abonar, sanar, para que esas raíces acaben dando buenos frutos. Abraham nos sirve hoy de ejemplo. La primera y fundamental condición es la confianza. Tenemos que creer las promesas de Dios, acoger su Palabra, que es Cristo. En segundo lugar, afincados en esa confianza, tenemos que poner manos a la obra: hacer con diligencia lo que depende de nosotros. Abraham prepara el sacrificio y lo preserva de los buitres. Pero, finalmente, dar frutos de vida buena, de amor y vida eterna, es cosa de Dios, que acogerá y consumará lo que con buena voluntad hemos preparado.
Frutos buenos a los que Dios nos llama son consecuencia de la cooperación de nuestra libertad y la gracia de Dios. Como dice la liturgia de la ordenación sacerdotal, citando la carta a los Filipenses (1, 6): “que Dios que empezó en ti la obra buen, Él mismo la lleve a término”."
(J.M.Vegas cmf, Ciudad Redonda)

martes, 24 de junio de 2025

SE LLAMARÁ JUAN

 


Al cumplirse el tiempo en que Isabel había de dar a luz, tuvo un hijo. Sus vecinos y parientes fueron a felicitarla cuando supieron que el Señor había sido tan bueno con ella. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero la madre dijo:
– No. Tiene que llamarse Juan.
Le contestaron:
– No hay nadie en tu familia con ese nombre.
Entonces preguntaron por señas al padre del niño, para saber qué nombre quería ponerle. El padre pidió una tabla para escribir, y escribió: “Su nombre es Juan.” Y todos se quedaron admirados. En aquel mismo momento, Zacarías recobró el habla y comenzó a alabar a Dios. Todos los vecinos estaban asombrados, y en toda la región montañosa de Judea se contaba lo sucedido. Cuantos lo oían se preguntaban a sí mismos: “¿Qué llegará a ser este niño?” Porque ciertamente el Señor mostraba su poder en favor de él.
El niño crecía y se hacía fuerte espiritualmente, y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se dio a conocer a los israelitas.
(Lc 1,57-66.88)

"La tendencia de hacer de los hijos “clones” de sus padres, llamándoles con el mismo nombre, se ve que es cosa que viene de lejos. También en el Israel de los tiempos de Jesús existía esta costumbre. Sin embargo, no hay semejanzas ni parentescos que puedan anular o disminuir la irrepetible originalidad de cada uno. Lo recordaba con su peculiar fuerza expresiva Khalil Gibram, cuando, en El Profeta, a la petición “háblanos de los niños” comienza respondiendo “vuestros hijos no son hijos vuestros. Vienen a través de vosotros, pero no vienen de vosotros. Y, aunque están con vosotros, no os pertenecen”. De ahí la importancia del gesto de Zacarías, secundando a su mujer Isabel, de darle a su hijo el hombre de Juan. Zacarías significa “El Señor se acuerda”; y, aunque ese nombre tiene sentido en la situación de un hijo inesperado en la vejez, le cuadra mejor a su padre, pues tiene una inevitable referencia al pasado. El nombre de Juan, “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan habrá de preparar. Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del Antiguo Testamento: parece que ya nada tiene que decir, pero tiene todavía la fuerza suficiente para dar un último fruto que pondrá punto final a esa larga historia del Dios de las promesas, depositadas en Israel, pero válidas para todo el mundo. Juan dará el testigo a una época nueva, la del cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías intuye una novedad que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino ante la inminencia de su venida.
En el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar en la vida, es decir su vocación. A veces, ante una conversión radical, se exige un cambio de nombre, que significa un cambio de vida. Es el caso del nombre nuevo, Pedro, que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan. También es frecuente que los adultos que acceden al bautismo elijan un nombre nuevo; o los que se consagran a Dios al hacer su profesión religiosa. En un contexto de vida cristiana ha sido tradición dar nombres de santos, que son modelos de auténtica vida cristiana.
La liturgia reserva el término “natividad” sólo para el nacimiento de Jesús, de María y del mismo Juan. De esta forma destaca la extraordinaria cercanía de Juan (desde luego y, sobre todo, de María) con Jesús. En Juan descubrimos algunos rasgos esenciales de la vocación humana y cristiana. En primer lugar, la llamada: desde el seno materno el hombre está llamado a cumplir una misión en la vida. Es importante entender que no se trata de un destino ineludible que esté escrito de antemano; este carácter abierto de la llamada se expresa muy bien en la pregunta que “todo se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se trata, pues, de una llamada dirigida a la propia libertad y que el ser humano debe realizar tomando decisiones propias para responder a ella.
En segundo lugar, esta llamada que debe ser libremente respondida nos dice ya que la vida tiene sentido y que ese sentido comparece desde el mismo momento de su concepción. Por tanto, somos responsables no sólo de nuestra propia vida, sino también de la vida de los demás, que nos es confiada cuando ésta no puede todavía valerse por sí misma. Ahora bien, esta proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha frecuencia. Tenemos permanentemente la tentación de reducir nuestra vida a un cúmulo de casualidades, que vacían de sentido nuestra existencia: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”, se lamenta el profeta Isaías. Existen ciertamente experiencias vitales de decepción y frustración que pueden inclinarnos a pensar así. Pero si se considera atentamente, caemos en la cuenta de que la misma decepción y frustración suponen ese sentido, pues hablan de expectativas que, por algún motivo, no han podido realizarse. Cuando alguien proclama que la vida carece de sentido lo hace siempre con un deje de protesta que reconoce implícitamente el sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos daríamos cuenta de ello y no haría falta ni quejarse ni proclamarlo.
Así pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es vocación (llamada) y misión, y que es, además, servicio. Este es el tercer rasgo esencial que debemos señalar en la vocación humana y que en Juan es especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y luego hacerse a un lado, disminuir él, para que crezca Jesús. Realmente, para poder realizar la propia misión en la vida hay que saber que estamos al servicio de algo que es más grande que nosotros y que, por tanto, no es demasiado importante figurar y estar en el centro. Los grandes acontecimientos, igual que los grandes personajes no serían nada si no fuera por una multitud de personas que, sin figurar especialmente, han vivido con fidelidad su propia vocación y han allanado el camino de eso y esos que son más grandes que ellos, pero que sin ellos no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma ley de la encarnación, de modo que para poder realizar su misión salvadora ha necesitado del cumplimiento fiel de su misión de otras personas que, como Juan, le han preparado el camino.
El filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta verdad de manera muy precisa cuando afirmó que “una persona sólo alcanza su plena madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida”. Y es que el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se consagra (se somete libremente y no de manera servil) a algo que descubre como más grande que él, pero que lo libera y engrandece. Esta verdad, que vemos tan patente en Juan el Bautista, es todavía más evidente en María, la humilde sierva del Señor, y, por encima de todos, en Jesús, que no vive para sí, sino libremente sometido a la voluntad de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus hermanos (cf. Lc 22, 27. 42).
Al contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre nuestra vocación y el sentido de nuestra vida, podemos comprender que en toda vocación cristiana hay un componente que nos asemeja al Precursor. Jesús sigue viniendo al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los cuales no lo conocen, no saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta ellos, siguiendo las leyes de la encarnación, necesita de precursores y mediadores que allanen el camino y preparen su venida. Nosotros mismos, en algún momento de nuestra vida, tuvimos a algún Juan el Bautista que nos introdujo al conocimiento de Cristo. Y cada uno de nosotros, como todo cristiano, estamos llamados a realizar esta misión, cuando, por medio del testimonio de nuestras palabras y nuestras obras, no nos señalamos a nosotros mismos, sino al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36)."
(J.M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)