Juan, en la cárcel, oyó hablar de lo que Cristo estaba haciendo, y envió algunos de sus seguidores a preguntarle si él era quien había de venir o si debían esperar a otro.
Jesús les contestó: “Id y contadle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia. ¡Y dichoso aquel que no pierde su confianza en mí!”
Cuando se fueron, Jesús comenzó a hablar a la gente acerca de Juan, diciendo: “¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Y si no, ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre lujosamente vestido? Los que se visten lujosamente están en las casas de los reyes. En fin, ¿a qué salisteis? ¿A ver a un profeta? Sí, verdaderamente, y a uno que es mucho más que profeta. Juan es aquel de quien dice la Escritura:
‘Yo envío mi mensajero delante de ti
para que te prepare el camino.’
Os aseguro que, entre todos los hombres, ninguno ha sido más grande que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él.
(Mt 11,2-11)
Como a Juan nos puede costar reconocer a Jesús. Él nos responde claramente dónde debemos buscarlo: en los ciegos, cojos, leprosos, sordos, muertos...Tanto si son reales como simbólicos. Si tuviésemos verdadera Fe, trataríamos de otro manera a los inmigrantes. Si creyésemos de verdad, juzgaríamos de forma muy distinta a los que no entendemos, a los que creemos "malos", a nuestros enemigos...
Alegrémonos, porque Jesús viene, ya está aquí en todos los necesitados.
"El Domingo “Gaudete”, el tercer domingo de Adviento, representa un punto de inflexión en nuestra preparación para la Navidad. Su nombre proviene del latín «Gaudete», que significa «regocijaos» o «alegraos». La jornada se llena de un tono de alegría y esperanza, que se expresa en la antífona de entrada de la Misa: «Gaudete in Domino semper: iterum dico, gaudete» (Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos). La liturgia de este día nos recuerda la inminente llegada del nacimiento de Jesús.
Tres invitaciones nos ha dirigido la liturgia de la Palabra de este tercer domingo de adviento: una invitación a una fe madura, a la alegría y a la paciencia.
¿Con que era esto lo que se nos había prometido? Y la gente se desencanta. Por algo dice Jesús: dichoso el que no se escandaliza de mí. Ha realizado ciertamente un buen puñado de signos o milagros; pero no ha traído la liberación de Israel del yugo romano, ni siquiera ha curado a todos los enfermos (el mal y el sufrimiento siguen proliferando en nuestras sociedades), no ha realizado los signos ostentosos y apabullantes que se esperaba que realizara, ha acabado en una cruz. Ha defraudado las esperanzas que se habían puesto en él. ¡Dichoso el que no se escandaliza de mí!
Pero cabe hacer tres reflexiones:
Primero, nosotros no podemos imponerle a Dios su forma de manifestación. No somos los amos de Dios para señalarle en su agenda lo que tiene que hacer y cuándo tiene que hacerlo. Además, realiza signos mayores que los que apuntaba el profeta Isaías: «los muertos resucitan»; el mayor signo de su cercanía y amor por su pueblo y por la multitud, por todos y cada uno de nosotros, ha sido justamente su propia muerte, la libre entrega de su vida como precio de nuestro rescate: «nadie ama tanto como el que da la vida por aquellos a quienes ama».
Segundo: el esperado era más grande de lo que soñaron Isaías, Daniel y las gentes del antiguo Israel: no era un profeta más, ni siquiera el sello de los profetas; no era un sabio más, ni siquiera el sello de los sabios. Era la Palabra de Dios y la Sabiduría de Dios (con mayúsculas), el Hijo mismo de Dios quien se hacía presente entre nosotros, quien asumía nuestra condición, quien cargaba con nuestras dolencias y nuestras enfermedades, quien nos mostraba el rostro de Dios. De hecho, la realidad fue más grande que los sueños mayores. Pero aquella realidad significó un revolcón para las esperanzas que podían tener personas y grupos.
Y tercero: Incluso la humanidad de Cristo implica un abajamiento de Dios y deja invisible su ser propio. Podemos permanecer ciegos ante su manifestación. Podemos incluso escandalizarnos de tener que reconocer al Absoluto en una realidad humana, demasiado humana. Cuando hemos sabido reconocerlo, nos encontramos todavía ante un desconocido… Dios mismo, en su revelación, sigue siendo misterio, y es en cuanto misterio como se revela al creyente. No podemos constatar la revelación como un hecho evidente, sino sólo reconocerla al precio de un consentimiento a su misterio. En un sentido muy real, percibo a Dios que se revela; pero lo percibo de tal manera que no estoy dispensado de creer que se revela. El acto por el que aprehendemos la realidad de la revelación es un acto de sumisión. La experiencia es aquí una obediencia.
Una segunda invitación a la alegría. Decía al principio que, cuando la liturgia se celebraba en latín, este tercer domingo de adviento se llamaba la domínica «gaudete», porque esa es la palabra de la antífona de entrada. El motivo nos lo ha dado la oración colecta: la Navidad, fiesta de gozo y salvación, está cerca. Incluso le pedimos a Dios que nos conceda celebrarla con alegría desbordante. No va a nacer de nuevo; pero se hace presente entre nosotros el que nació de María hace unos 2.000 años.
Y una tercera invitación es la llamada a la paciencia: nosotros no somos quiénes para señalarle a Dios lo que tiene que hacer y cuándo tiene que hacerlo. Nos gustaría que desaparecieran de nuestro espíritu ciertas pruebas personales por las que podemos pasar; nos gustaría que cayeran muros que impiden el avance de la fe en nuestra sociedad, y así sucesivamente. Pero sólo Dios es Señor de la historia; suyo es el tiempo y la eternidad."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)
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