El Sábado Santo tiene dos etapas. Durante el día es momento de silencio, de soledad. La noche, con el oficio, que aunque se adelanta en muchas parroquias debería celebrarse ya el domingo (a las 12), la alegría de la Resurrección.
El Sábado Santo es para vivir la soledad del fracaso. Jesús está muerto. Ni los apóstoles, ni las mujeres se enteraron de que resucitaría. Por eso ellas se dirigieron la mañana del domingo al sepulcro para acabar de amortajarlo.
El Sábado Santo es el día del silencio de Dios. Nosotros vivimos muchas veces en Sábado Santo. Ante el mal, las injusticias, el triunfo del poder, nos preguntamos dónde está Dios. Es más, muchas veces le echamos la culpa a Él del mal del mundo. Nos preguntamos, ¿dónde estás? Llegamos a negar su existencia...o pensamos que es un Dios cruel que no nos ama. No damos el paso al domingo de Resurrección. No comprendemos que Él ha resucitado, que está presente en cada uno de nosotros y de que somos nosotros los que debemos luchar para vencer el mal, para hacer de nuestra sociedad un lugar fraterno en el que reine el amor.
Nosotros seguimos inmersos en el sábado. Tristes. Creyéndonos solos y abandonados.
Hoy, sin embargo, es un día para meditar en la esperanza. Para recordar que, aunque Él parezca oculto, está ahí junto a nosotros. Está en mi hermano que me hace reír. Está en mi hermano que me tiende la mano cuando he caído. Está en el pobre que pide la mía. Está en el inmigrante que me necesita. está en el enfermo, en el hambriento, en el desnudo...
El amanecer está ahí, al llegar. El sol ya sale por el horizonte...
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