A partir de entonces, Jesús comenzó a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, y que los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley le harían sufrir mucho. Les dijo que lo iban a matar, pero que al tercer día resucitaría. Entonces Pedro le llevó aparte y comenzó a reprenderle, diciendo:
– ¡Dios no lo quiera, Señor! ¡Eso no te puede pasar!
Pero Jesús se volvió y dijo a Pedro:
– ¡Apártate de mí, Satanás, pues me pones en peligro de caer! ¡Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres!
Luego Jesús dijo a sus discípulos:
– El que quiera ser mi discípulo, olvídese de sí mismo, cargue con su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la recobrará. ¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde la vida? ¿O cuánto podrá pagar el hombre por su vida? El Hijo del hombre va a venir con la gloria de su Padre y con sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno conforme a sus hechos.
"Queridos hermanos, paz y bien. Como cada domingo, la Palabra de Dios nos da pautas para la reflexión. Nos ponemos delante de ella, para que el Espíritu Santo nos vaya llevando hasta la comprensión de esa Palabra que, para nosotros, es vida.
Hay frases que cambian una existencia. A san Antonio María Claret escuchar estas palabras, “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”, le supuso el comienzo de un nuevo camino, que le llevo a dejarlo todo. Abandonó el mundo de la producción textil, donde podía haber hecho un buen negocio, y se encaminó hacia el sacerdocio. A pesar de las dificultades. Porque escuchaba la Palabra como lo que es, Palabra del Dios vivo. Palabra eficaz. Escuchó esa Palabra que le decía “sígueme”. Se sintió elegido por el Señor. Como los Apóstoles.
Antes que a Claret, Jesús eligió a un grupo de amigos, para que estuvieran con Él. Para que vieran cómo se relacionaba con las personas, sobre todo con los pobres, los niños, las mujeres, los enfermos… Y estar con Él significa no sólo “ver”, sino “vivir” como Él. Fue un largo proceso, hasta comprender lo que de verdad quería Jesús de ellos. Porque es muy fácil pensar como los hombres, y no como Dios. Recordamos como, mientras Jesús les hablaba de la pasión, ellos se repartían los puestos a la derecha y a la izquierda de Cristo. Es humano no querer afrontar las cargas que implica la fidelidad.
Hasta a Pedro le sucedió. “Eso no puede pasarte”. El que acababa de confesar a Jesús como el Cristo, no acaba de ver claro cuál es el final del Mesías. Y Jesús la da la espalda, nada menos, y le llama “Satanás”. Porque a Jesús le parece demoniaco querer ir contra el plan de Dios. Ir contra la firme decisión del mismo Jesús: vivir por y para el Reino. A pecho descubierto. A muerte.
La verdadera decisión que importa tomar en nuestra vida es la firme voluntad y resolución de renunciar a sí mismo y, posiblemente – si tal fuera la voluntad de Dios – hasta la muerte real, hasta la renuncia de la vida corporal ¡Casi nada! Esto es lo que significa seguir a Jesús. En el sentido literal los discípulos le habían seguido a donde Él iba, y habían compartido su vida. Este seguimiento exterior, la acción de ir literalmente en pos de él tiene que convertirse en seguimiento interior. El seguimiento interior requiere otras condiciones distintas del abandono de casa y hogar, familia y profesión. Es el estado del alma dispuesta para sufrir la pasión. Sólo entonces el seguimiento pasa a ser seguimiento en sentido propio, y se llega a ser verdadero discípulo. Y solo entonces se llega a ser verdadera persona. Porque ser buen creyente no significa vivir sufriendo, sino vivir con el gozo de saber que estás al lado de Jesús.
Todo eso tenía que suceder. No hay otro camino para que se cumpla la voluntad del Padre. Y sabemos que eso era lo más importante para Jesús, encarnar siempre lo que Dios quería para llevar a cabo su plan. Con su propio ritmo, con sus vicisitudes, no siempre con la rapidez que a nosotros nos gustaría. “Vuestros planes no son mis planes, dice el Señor”. (Is 55,8)
En todo caso, el Señor es capaz de seducir. Anda siempre cerca, se manifiesta, se pone a tiro e insiste a tiempo y a destiempo. Quiere vuestra felicidad, que pasa por la fidelidad. Lo más importante es saber si te dejas seducir. Porque el plan del Señor para ti es un plan de salvación, de felicidad. No de esa felicidad que se acaba cuando comienzan los problemas, y problemas habrá siempre. Es la felicidad que da saber que has elegido el bando correcto, que el Espíritu te lleva por donde debes ir, y que Jesús te acompaña en el camino. Es la fuerza de la Palabra, que no dejaba en paz al pobre profeta Jeremías.
Lo que le pasó a Jeremías le ha pasado a mucha gente. Y te puede pasar a ti. El Señor te complica la vida, te obliga a andar por caminos que no tenías pensado recorrer, e incluso te enfrenta a la oposición de la gente. Ahí se prueba nuestra fidelidad. Hay que ser testigos y llevar el mensaje permanentemente. Y es duro. Porque no todos aceptan ese mensaje que la Palabra nos ofrece. Y no a todos les gusta que les recuerden que no siempre actúan bien. El final de (casi) todos los profetas, de antes y de ahora, nos lo recuerda. Mártires de la Iglesia, mártires…
No fue fácil ni para el mismo Jesús. Se trata de conservar, recoger y asegurar definitivamente la vida, o de perder; de la completa destrucción, de la vaciedad y falta de sentido. El hombre tiene ante sí las dos posibilidades. Uno de los caminos es el que conduce a la vida, y el otro el que conduce a la perdición. Una gran paradoja, porque en general, todos queremos conservar nuestra vida. Y aquí se trata no de suicidarse, porque no encontramos el sentido a la existencia. Se trata de que, por saber qué es y Quién es el que da sentido a nuestro vivir, estemos dispuestos a morir por Él. Morir físicamente, o morir a nuestras querencias, deseos, gustos y apetencias. Se trata de ir dejando esas riquezas que, como al joven rico, no nos dejan entregarnos de lleno a la causa del Reino.
No es cuestión de estar ya rozando los límites de la santidad. Se trata de, como nos recuerda la segunda lectura, de transformarnos “por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.” Una tarea que no fue nunca fácil, ni siquiera para los Apóstoles, ni para tantos santos que en el mundo han sido. Una tarea que merece la pena. Al final, el Señor nos dará la paga que merezcamos. Ojalá sepamos vivir de tal modo, que la paga sea la mayor a la que puede aspirar un cristiano, la vida eterna. Discerniendo siempre, preguntándonos cada día “qué quiere Dios de mí hoy y ahora, para que el Reino siga creciendo. Para que yo sea más feliz”. Con la ayuda del Espíritu."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)
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