También estaba allí una profetisa llamada Ana, hija de Penuel, de la tribu de Aser. Era muy anciana. Se había casado siendo muy joven y vivió con su marido siete años; pero hacía ya ochenta y cuatro que había quedado viuda. Nunca salía del templo, sino que servía día y noche al Señor, con ayunos y oraciones. Ana se presentó en aquel mismo momento, y comenzó a dar gracias a Dios y a hablar del niño Jesús a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén.
Cuando ya habían cumplido con todo lo que dispone la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su pueblo de Nazaret. Y el niño crecía y se hacía más fuerte y más sabio, y gozaba del favor de Dios.
El comentario de ayer sirve para el texto de hoy. Ana, también una mujer sencilla reconoce a Jesús y, además, lo anuncia a los demás. No le debieron hacer mucho caso. Primero, era una mujer; y, para los judíos, no merecían crédito. Además era una anciana que muchos debían tener por demente. Pero ella, precisamente, fue quien lo reconoció.
A partir de ese momento Jesús llevó una vida normal, como cualquier niño, adolescente, joven...hasta que llegó su hora.
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