Los judíos se pusieron a discutir unos con otros:
– ¿Cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
Jesús les dijo:
– Os aseguro que si no coméis el cuerpo del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron vuestros antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre.
Jesús enseñó estas cosas en la reunión de la sinagoga en Cafarnaún.
Los judíos no lo entendieron y supongo que los discípulos tampoco. Es con la Última Cena y la Resurrección, cuando, como los discípulos de Emaús, lo reconocieron al partir el pan.
Comer el cuerpo y la sangre de Jesús es hacerse uno con Él. Es hacerse uno con los hermanos. Por eso no tiene sentido una misa sin comunión o una misa en que ignoramos a los que están a nuestro alrededor. A pesar de que se nos diga que la Fe es algo personal, que la religión se vive en privado, para un cristiano esto no tiene sentido. Vivimos la Fe, la espiritualidad, para unirnos a Dios y a nuestros hermanos; para hacer una sociedad en que todos nos amemos y avancemos todos juntos hacia Él. Esto es vivir para siempre.
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