"Al llegar la noche de aquel mismo día, primero de la semana, los discípulos estaban reunidos y tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús entró y, poniéndose en medio de los discípulos, los saludó diciendo:
– ¡Paz a vosotros!
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús dijo de nuevo:
– ¡Paz a vosotros! Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros.
Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió:
– Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar."
El evangelio de Juan nos presenta la venida del Espíritu Santo casi al mismo tiempo que la Resurrección. Ya hemos dicho varias veces, que este evangelio es el más teológico y no se rige por criterios históricos. Agrupa los hechos en bloques, para transmitirnos un mensaje. En la primera lectura, Lucas coloca este hecho a los cincuenta días de la Resurrección, coincidiendo con la fiesta judía de Pentecostés y así lo celebramos litúrgicamente. Juan nos dice que la venida del Espíritu Santo no es cosa de un día. Jesús nos regala cada día con su Espíritu, empezando el día del bautismo y siguiendo cada momento en que intentamos seguir su camino, la misión que Él nos ha encomendado. Es la consecuencia de la Pascua.
Los apóstoles tenían miedo. Jesús empieza por entregarles, por desearles la paz. Una paz, que no les encerrará en sí mismos. No la paz como nosotros la entendemos, la tranquilidad, la ausencia de problemas . La paz que Jesús les da, les hará salir de ellos mismos, perder el miedo y sentirse enviados, obligados a comunicar la gran alegría que sienten a todo el mundo. ¿Qué sentirían aquellos primeros cristianos, que la presencia del Espíritu se hacía palpable en ellos, que atraían a la gente hacia ellos?
Juan no habla de fuerte viento ni de lenguas de fuego. Jesús les transmite el Espíritu soplando sobre ellos. Esto nos remite al Génesis, a Dios soplando sobre el barro y creando al hombre. La venida del Espíritu Santo es una nueva creación. Si realmente somos conscientes de esa presencia, de esa fuerza en nosotros, hemos de ser "hombres nuevos". El Espíritu nos hace hombres nuevos. La Iglesia primitiva fue consciente de esa presencia. Florecían los distintos carismas. Cada uno, desde su diversidad, luchaba por comunicar el Amor de Cristo a toda la humanidad. Basta releer los Hechos de los Apóstoles.
No sé si hoy somos conscientes de este don. Hablamos del Espíritu, pero quizá estamos muy lejos de dejarnos "crear" por Él y hacernos hombres nuevos.¿Dejamos en la Iglesia, que sea el Espíritu quien la dirija, o nos dejamos llevar por nuestro ego, nuestras ansias de poder, la intolerancia?
Sin el Espíritu Santo, escribía Pagola en un estupendo folleto: “las puertas de la Iglesia se cierran, los carismas se extinguen, la comunión se resquebraja, el pueblo y la jerarquía se separan, la comunicación se debilita, el debate fraterno es sustituido por la polémica o la mutua ignorancia, se produce el divorcio entre teología y la espiritualidad, la catequesis se hace adoctrinamiento, la autoridad se degrada en dictadura, la vida moral cristiana en moral de esclavos, la libertad de los hijos de Dios en asfixia, surge el fanatismo, la vida de la Iglesia se apaga en la mediocridad”. (Fidelidad al Espíritu en situación de conflicto pág. 16). A buen entendedor...
Para Juan , y por eso asocia el tema del perdón al del Espíritu, el principal fruto, es la reconciliación universal: la auténtica y verdadera fraternidad. La Unidad entre todos es el gran tema de Juan en la Última Cena. El perdón, fruto de esa Unidad, lo asocia a la recepción del Espíritu.
Todos debemos hacer el esfuerzo de dejarnos guiar por el Espíritu. Para ello es necesario vaciarnos de nosotros mismos, hacernos hombres nuevos capaces de construir un mundo nuevo, para que Él pueda llenarnos con su plenitud. Para que todos podemos ser Uno en Él.