En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: "¿Qué mandamiento es el primero de todos?" Respondió Jesús: "El primero es: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo." No hay mandamiento mayor que éstos."
El escriba replicó: "Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios." Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: "No estás lejos del reino de Dios." Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
"“Hasta la pregunta ofende”, se dice cuando la respuesta es tan obvia que no necesita reflexionarse una respuesta. Pero por supuesto que todos los judíos conocían cuál era el mandamiento principal, porque lo recitaban diariamente. Se discutía entre los rabinos, sí, la jerarquía de los preceptos en orden a llevar una vida recta y piadosa; Jesús pone el dedo en el corazón humano. El hombre está destinado a amar, y en esto estriba su felicidad plena.
Nadie pone en duda que una persona ame a Dios; la apreciación cambia cuando se cuestiona si la misma lo ama totalmente, como prescribe el mandamiento. Cambia porque esa totalidad exigida por Jesús es constatable, y “contra los hechos no valen los argumentos”. Esto mismo, la verificación del amor ocurre con el segundo mandamiento. El amor al prójimo es fácilmente constatable porque se nota. Es evidente. Esto nos tiene que obligar a hacer del amor algo constatable en la vida personal con sus repercusiones comunitarias. De aquí depende nuestro presente y nuestro futuro. ¿Cómo manifiestas el amor a tu prójimo?" (Koinonía)
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