En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste regresó perdonado a su casa, y el otro no; porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.
"La parábola de Jesús ilustra quién es justo y quién no lo es a los ojos de Dios. Por eso la parábola se desenvuelve en el templo. El fariseo es reputadamente piadoso, pero tiene una concepción distorsionada de sí mismo; se singulariza alejándose de todos, incluso de su vecino de oración. Él se define por lo que no es y, en su mundo, Dios debiera estar orgulloso de él. Pero Jesús lo reprueba. El otro, un pecador público, se mira como Dios lo vería; no aspira a la vida, pero Dios se la otorga.
Ante los ojos tenemos tendencias recientes que enaltecen al individuo de una manera que lo singulariza de manera competitiva. Pensemos en las redes sociales. Dicha distinción no siempre ocurre por las virtudes morales desplegadas ante los demás, ni siquiera por logros que beneficien a personas necesitadas, sino por banalidades y venalidades que debiendo silenciar, propalan como si de hazañas se tratara. En lugar de inundar el mundo con justicia, lo sumergen en corrupción y sinsentido. Mirémonos con los ojos de Dios." (Koinonía)
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