En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: "El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega."
Dijo también: "¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas." Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado.
El crecimiento del Reino nos invita a la esperanza. Como una semilla se desarrolla lentamente, lo mismo ocurre con el Reino. No se trata de resultados espectaculares. No siempre veremos el resultado de nuestra misión. Pero hemos de tener la seguridad de que, por pequeña que sea nuestra acción, si está en el camino del Señor, llegará a desarrollarse, dar fruto y cobijar a los hombres.
"Nadie sabe cómo crece dentro de sí el deseo por el Reino, pero el Espíritu sí. Dios ha colocado una semilla dispuesta a germinar en nuestro interior; la acción del Espíritu hace posible que vaya formándose hasta dar fruto y es Jesús quien nos muestra cómo y dónde compartirlo. Para que esto sea posible hemos de dejarnos encontrar y amar por el mismo Dios. Cuando eso sucede se da la hermosa experiencia de la segunda parábola: nos convertimos en personas capaces de aliviar y confortar a quien nos necesita. ¿Qué le pasa a la semilla en terrenos estériles? Lucha, batalla por crecer y desarrollarse, pero se le hace difícil y puede morir en el intento. Así sucede con las ansias de ver fructificar el Reino cuando no permitimos a Dios actuar. Para construir el Reino se requiere cuidar bien el corazón humano, porque puede pasarle lo que, al ungido de Dios, David: perdió la batalla del Reino porque había perdido la batalla del corazón. Pidamos a Dios no ser derrotados." (Koinonía)
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