Porque os digo que si no superáis a los maestros de la ley y a los fariseos en hacer lo que es justo delante de Dios, no entraréis en el reino de los cielos.
Habéis oído que a vuestros antepasados se les dijo: ‘No mates, pues el que mata será condenado.’ Pero yo os digo que todo el que se enoje con su hermano será condenado; el que insulte a su hermano será juzgado por la Junta Suprema, y el que injurie gravemente a su hermano se hará merecedor del fuego del infierno.
Así que, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda.
Si alguien quiere llevarte a juicio, procura ponerte de acuerdo con él mientras aún estés a tiempo, para que no te entregue al juez; porque si no, el juez te entregará a los guardias y te meterán en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo.
Jesús nos sigue diciendo que todo se une en el Amor. Hasta el punto de que nuestros ritos, ceremonias, oraciones, no tienen valor si no estamos bien con los demás. Que estar enojados con el prójimo, es estar separados de Dios. Nosotros, como los fariseos, seguimos dando más importancia a las apariencias. Así le va a nuestra sociedad.
"Decía Pablo en la primera lectura de ayer que no debemos apuntarnos nada, ni considerarnos mejores que nadie. Y hoy nos dice Jesús, al contrario, que debemos ser mejores que los escribas y fariseos. ¿En qué quedamos?
El defecto principal de los fariseos (del fariseísmo que puede afectarnos a todos) consiste en creerse mejores que los demás por méritos propios, por un cumplimiento puntilloso de la ley, que lleva aparejado el desprecio y la condena de los “pecadores” (que siempre son los otros). Jesús nos explica cómo entiende este “ser mejor”: se trata de aceptar la plenitud de la ley de la que nos hablaba ayer, y que consiste en el mandamiento del amor. Pero, precisamente, cuando tratamos de poner en práctica el mandamiento del amor, descubrimos nuestra debilidad, nuestra imperfección, nuestros muchos defectos. “Ser mejores” no consiste en ponerse por encima de los demás (juzgándolos, condenándolos), sino, al contrario, en renunciar a juzgar a nadie, excepto a sí mismo, en reconocer humildemente la propia limitación, lo que nos lleva casi por necesidad a adoptar un espíritu de reconciliación, que no solo perdona, sino que también sabe pedir perdón. “Ser mejor” no consiste en ponerse por encima, sino por debajo: haciéndose servidor de la paz, el perdón y la reconciliación, que es lo mismo que decir, servidor de los hermanos.
El espíritu de reconciliación es fruto del Espíritu del Señor, del que nos habla Pablo, el que nos abre la mente y el corazón a la comprensión de las Escrituras, el Espíritu de libertad para amar, el Espíritu que nos da valor para testimoniar sin temor nuestra fe, haciendo visible ante el mundo el Evangelio de Jesucristo."
(José M. Vegas cmf. Ciudad Redonda)
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