Jesús estaba enseñando en el templo y preguntó:
– ¿Por qué dicen los maestros de la ley que el Mesías desciende de David? David mismo, inspirado por el Espíritu Santo, dijo:
‘El Señor dijo a mi Señor:
Siéntate a mi derecha
hasta que yo ponga a tus enemigos
debajo de tus pies.’
Pero, ¿cómo puede el Mesías descender de David, si David mismo le llama Señor?
La gente, que era mucha, escuchaba con gusto a Jesús.
Si queremos conocer a Dios, debemos escuchar la Palabra. Es Jesús quien nos muestra al Padre. Meditar el Evangelio, la Palabra, es escuchar con agrado a Jesús. Es dejarse penetrar por Él hasta el corazón.
"Seguro que a muchos predicadores les ha pasado, preparar una homilía, una charla, una catequesis, con todo el cariño del mundo, y después la gente se aburre, se levantan, sacan el móvil o dan golpecitos al reloj, para ver si se ha parado. El único consuelo que yo tengo es que hasta a san Pablo se le durmió un oyente en el alféizar y se cayó por la ventana.
Con Jesús todo era diferente. Hablaba de cosas cercanas a la gente y que les llegaban. Y hasta disfrutaban oyéndole. Todo era dicho con amor, y hablaba, sobre todo, del Amor. De Dios, su Padre, y del Espíritu Santo.
Eso nos falta a nosotros muchas veces, que disfrute la gente escuchándonos. Porque no transmitimos el mensaje como deberíamos. Porque no hablamos de lo que deberíamos. Quizá por repetir las cosas, por no tener tiempo para prepararnos las prédicas o por pensar que el Espíritu nos indicará lo que debemos decir.
Sería bueno repensar de qué modo transmitimos el mensaje, el hermoso mensaje de Jesús. Esto va no solo para los sacerdotes; también para todos los que se consideran creyentes. Porque somos el reflejo de Dios, porque somos la voz de Dios, porque según vivamos y hablemos, la gente verá al verdadero Jesús o una imagen distorsionada." (Ciudad Redonda)
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