Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo daré es mi propio cuerpo. Lo daré por la vida del mundo.
Los judíos se pusieron a discutir unos con otros:
Jesús les dijo:
– Os aseguro que si no coméis el cuerpo del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida eterna; y yo le resucitaré el día último. Porque mi cuerpo es verdadera comida, y mi sangre verdadera bebida. El que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive unido a mí, y yo vivo unido a él. El Padre, que me ha enviado, tiene vida, y yo vivo por él. De la misma manera, el que me coma vivirá por mí. Hablo del pan que ha bajado del cielo. Este pan no es como el maná que comieron vuestros antepasados, que murieron a pesar de haberlo comido. El que coma de este pan, vivirá para siempre.
– ¿Cómo puede este darnos a comer su propio cuerpo?
"Si hacemos caso de los relatos bíblicos, y de lo que nos dicen los estudiosos de la Biblia, la historia de Israel como pueblo... comenzó con una cena en Egipto: La cena de Pascua. Para el proyecto que Dios tenía respecto a su pueblo (hacerlo un pueblo libre, unido, fuerte y en comunión con él) lo primero fue que estuvieran juntos, compartiendo unos alimentos. Fue el primer paso de otros muchos que darían juntos a lo largo de 40 años, hasta que sellaron la alianza (con otro banquete).
Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia. Por eso Jesús afirmó: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre... allí estoy yo». Es decir: que el encuentro, la reunión, la mesa compartida son un elemento esencial del seguimiento de Jesús y el contexto imprescindible para poder hablar del «Cuerpo de Cristo». Sin encuentro, sin fraternidad, sin comunión, sin compartir... no hay auténtica Eucaristía. Sería otra, bien distinta, y alejada de la voluntad, las costumbres y la intención de Jesús. (Por eso «no valen» las misas en streaming...: no hay comunidad que celebra ni se fortalece nada entre los participantes, ni...).
También Jesús inauguró su comunidad, su nuevo pueblo, con una cena fraterna en la que formuló una alianza nueva y eterna, en vísperas de su muerte, en vísperas de momentos duros y de gran desconcierto para los suyos.
Una práctica frecuente de Jesús fue la de comer con pecadores: se dejaba invitar o se invitaba él mismo a comer con ellos: esto era un signo de acogida, de apertura, de inclusión de parte de Dios mismo. Le acusaron de ser un comilón (en contraposición con la austeridad y el ayuno de su primo el Bautista).
Cuando se comparte la mesa, crece la comunión. No nos sentamos a comer con cualquiera, no nos sentimos a gusto comiendo con cualquiera. Y al compartir la mesa con frecuencia, se van fortaleciendo los lazos de amistad y familia. Por eso Jesús afirmó: «Cuando dos o más se reúnen en mi nombre... allí estoy yo». Es decir: que el encuentro, la reunión, la mesa compartida son un elemento esencial del seguimiento de Jesús y el contexto imprescindible para poder hablar del «Cuerpo de Cristo». Sin encuentro, sin fraternidad, sin comunión, sin compartir... no hay auténtica Eucaristía. Sería otra, bien distinta, y alejada de la voluntad, las costumbres y la intención de Jesús. (Por eso «no valen» las misas en streaming...: no hay comunidad que celebra ni se fortalece nada entre los participantes, ni...).
Quiere decirse también que lo que está sobre el altar y va a ser repartido por el sacerdote en el nombre de Cristo es el sacramento de ti mismo: te parten, te reparten, y te ponen en manos de los hermanos para que seas también tú su alimento.
Quiere decirse también que lo que está sobre el altar y va a ser repartido por el sacerdote en el nombre de Cristo es el sacramento de ti mismo: te parten, te reparten, y te ponen en manos de los hermanos para que seas también tú su alimento.
Por eso decía san Agustín:
“Tú eres lo que recibes”. Recibes el cuerpo de Cristo y eres cuerpo de Cristo. En la Cena del Señor nos convertimos en otros “cristos”, para los demás.
Así podemos entender mejor las palabras de Jesús en el Evangelio: «El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí». Por eso celebrar la Eucaristía es hacernos cargo de los pobres, emigrantes, enfermos, sufrientes... que fueron la principal ocupación y preocupación de Cristo. Pasamos a ser instrumentos suyos: sus manos, sus pies, su mirada, su corazón para los otros. Y por medio de nosotros sigue hablando, orando, sanando, dando de comer... No es casualidad que hoy celebremos el Día de la Caridad. Cada Eucaristía debiera serlo, aunque hoy lo resaltemos especialmente.
¡Tantas cosas se pueden decir sobre «el Sacramento de nuestra fe»! No nos cansemos de contemplarlo, meditarlo, profundizar en él, y sobre todo llevarlo a la vida, tal como Jesús propuso a sus discípulos aquella noche en que empezaron a ser Comunidad/Cuerpo suyo, precisamente antes de morir. Se pone en nuestras manos, nos pone a unos en manos de otros, nos invita a "amarnos" y a "ser uno" para que el mundo crea.
Seguramente tengamos mucho que mejorar en nuestras celebraciones... ¡y no en aspectos secundarios! («¿es obligatorio/precepto? ¿me vale esta misa para....?, ¿en la mano o en la boca?, ¿de pie o de rodillas?): Se trata de vivirla para que el mundo crea. Este es nuestro reto precisamente hoy."
(Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf) Ciudad Redonda.
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