Al llegar la noche de aquel mismo día, primero de la semana, los discípulos estaban reunidos y tenían las puertas cerradas por miedo a los judíos. Jesús entró y, poniéndose en medio de los discípulos, los saludó diciendo:
– ¡Paz a vosotros!
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Y ellos se alegraron de ver al Señor. Luego Jesús dijo de nuevo:
– ¡Paz a vosotros! Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros.
Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió:
– Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; y a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar.
Hoy recordamos que hemos recibido el Espíritu Santo. El que hace que perdonemos y seamos perdonados. El que nos impulsa a ayudar, a hacer el bien, a entregarnos a los demás: porque el Espíritu Santo es el Amor. Las llamas de fuego, son las del fuego del Amor.
Ha llegado. El soplo del Espíritu que inspiró a la Iglesia primitiva, que es el mismo que se derramó sobre cada uno de nosotros el día de nuestro Bautismo. Ya está aquí. Hemos vivido la Pascua. Hoy, cincuenta días después de la Pascua de Resurrección, coronamos este tiempo: la Pascua de Resurrección culmina en esta Pascua de Pentecostés. El Señor Resucitado entrega a los discípulos su Espíritu; el Señor resucitado y ascendido envía su Espíritu a la primera comunidad cristiana. El Espíritu es, pues, el fruto maduro de la Pascua de Jesús.
En el Antiguo Testamento, en la aparición de Dios a los hebreos en el Sinaí, Moisés recibió los Mandamientos en medio de truenos, relámpagos y llamas de fuego. El evangelista Lucas, para que todos lo entendieran, usa el mismo modelo. Se cierra el círculo. Lo que en Babel provocó la dispersión de todos los pueblos de la tierra, la división de la humanidad con las distintas lenguas (Gn 11, 1-9), se supera ahora por la obra y gracia del Espíritu, en el día de Pentecostés. Todos entienden a todos. Se vuelve a formar una sola familia. Y el nexo de unión, el pegamento es el amor que Dios nos tiene.
Se nos aclaran varias cosas en esta solemnidad. Sabemos que, sin el Espíritu de Dios, no podemos conocer a Dios. Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium, teque utriusque Spiritum, credamus omni tempore, (Por Ti conozcamos al Padre y también al Hijo y que en Ti, que eres el Espíritu de ambos, creamos en todo tiempo) dice el texto del Veni Creator Spiritus, Es por su gracia que llegamos a entrar en la profundidad de la vida de Dios.
También caemos en la cuenta de que, sin el Espíritu de Dios no podemos amar a Dios: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rom 5,5). Cuanto más abiertos estemos a la acción de ese Espíritu, más capaces seremos de poder amar, como Dios nos ha amado.
Sin el Espíritu de Dios no podemos tomar parte en las cosas de Dios Participar en los misterios o sacramentos: agua y Espíritu; dones eucarísticos y Espíritu. Participamos en la vida diaria, en ese culto o liturgia existencial que es la vida diaria de los movidos por el Espíritu de Dios que son, así, gratos a Dios: éstos son mis hijos amados en quienes tengo mis complacencias. Lo que se escuchó en el Bautismo de Jesús. Lo que se escucho en el Bautismo de cada uno de nosotros.
Sin el Espíritu de Dios no podemos orar a Dios. Uno de los dones del Espíritu es justamente el don de piedad, por el que nos podemos sentir hijos de Dios y se crea sintonía y suavidad para escuchar a Dios y acogerlo y para volvernos a Él y hablarle a semejanza del modo confiado en que Jesús hablaba al Padre. «Y la prueba de que sois hijos es que Dios envió a vuestro interior el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6).
Sin el Espíritu de Dios no podemos desear a Dios. Son muchos los salmos que hablan de la sed de Dios. Estaría bien releerlos en esta clave pentecostal, v.gr. el salmo 42 o el salmo 63. Que tengamos siempre deseo de esa agua viva.
Sin el Espíritu de Dios no podemos dar testimonio de Dios. Es el Espíritu el que nos ayuda a cumplir con la misión que Dios nos ha encomendado. Gracias a Él, podemos ser referencia para los demás, para que, al vernos, sepan que somos creyentes. En lo que decimos y en lo que hacemos.
El apóstol Pablo recurre a la imagen del cuerpo para hablar de la Iglesia. Porque también en el cuerpo cada miembro tiene su función. Y todos dependen los unos de los otros. Y, si nos duele un pie, o una muela, todo el cuerpo está incómodo. En esta Iglesia nuestra, santa y pecadora, es el Espíritu el que nos mantiene unidos. Los diversos carismas, las gracias recibidas de Dios, nos ayudan a formar un solo cuerpo. Somos diferentes. Pero somos iguales.
El Evangelio vuelve a presentarnos a Jesús con sus discípulos, el primer día de la semana. Ya vimos en la primera semana de Pascua que es en la comunidad donde se encuentra al Resucitado, cuando están todos juntos. Es lo que celebramos cuando nos reunimos en el nombre del Señor. Porque fuera de la comunidad hace frío, y no se reconoce a Cristo, como les pasó a los discípulos de Emaús.
El Maestro se presenta en medio de sus discípulos, deseándoles la paz. La paz de Cristo lleva la alegría, e invita a salir, a unirse a la misión, para compartirla. En la comunidad se siente la paz de Dios, y se puede sentir el perdón. Estando en paz, se puede luchar contra el mal, en todos los sentidos, contra el pecado, para que el mundo sea un lugar mejor. Hay que crear las condiciones, primero en el corazón de cada uno, y luego en nuestros grupos, para que ese regalo que es el perdón de Dios no sea algo sólo nuestro, sino que llegue a todo el mundo. Esa paz, esa alegría, debe ser universal. Como nuestra Iglesia.
Termina, pues, con esta solemnidad el tiempo pascual. Se reanuda el tiempo ordinario (que no aburrido) con lo que tiene de vuelta a la rutina, que es donde nos movemos la mayor parte del tiempo. No estamos solos, nos va llevando el Espíritu. Déjate llevar. Siempre será para tu bien.
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)
Abba,papa.
ResponderEliminar