Jesús entró en el templo y, mientras estaba en él, enseñando, se le acercaron los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos y le preguntaron:
– ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado tal autoridad?
Jesús les contestó:
– Yo también os voy a hacer una pregunta: ¿Quién envió a Juan a bautizar: Dios o los hombres? Si me respondéis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas.
Ellos se pusieron a discutir unos con otros: “Si respondemos que le envió Dios, nos dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creísteis?’ Y si decimos que fueron los hombres, tenemos miedo de la gente, porque todos tienen a Juan por profeta.” Así que respondieron a Jesús:
– No lo sabemos.
Entonces él les contestó.
– Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas.
Para los sacerdotes y ancianos, el tema de la autoridad era muy importante. Sobre ellos recaía la autoridad en el pueblo de Israel. ¿Quién le había dado a Jesús la autoridad si no era ni sacerdote ni anciano?
Jesús evade la respuesta. Quizá porque aun no era el omento de la respuesta, o, posiblemente, porque la idea de autoridad de Jesús era muy distinta de la que tenían sacerdotes y ancianos. La autoridad de Jesús se basaba en el servicio. Para Él tenía más autoridad quien servía más. Esta es la autoridad que nos viene de Dios: servir y amar.
"Es una cuestión de autoridad lo que les preocupa a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Para ellos es una cuestión vital: hay que tener claro a quién hay que obedecer. Está en juego la salvación. Con esa cuestión se acercan a Jesús. Y se produce un diálogo curiosísimo en el que Jesús termina dejándoles sin una respuesta clara. Es más, da la impresión de que Jesús juega con ellos pero que no tiene ninguna intención de decirles con qué autoridad actúa.
Es normal que se produzca ese diálogo imposible. Porque Jesús se mueve en otro nivel. La cuestión de la autoridad es secundaria sino la última en el Reino. La esencia del Reino de Dios no es la autoridad sino el amor. Dios no es un dictador, un rey absoluto, que impone normas que deban ser obedecidas sí o sí bajo la amenaza de un castigo terrible que llega hasta la condenación eterna. Dios es Padre, es Abbá, que significa más bien “papaíto”. Y en el mundo del amor no existe la ley ni la norma ni el castigo.
Lo que propone Jesús es un reino que tiene mucho más de familia que de cuartel. En la mesa de los hijos todos son acogidos, sin excepción. La obediencia no es la clave de la relación sino el amor. Es un amor que se mueve en todas direcciones. De Dios a nosotros, a cada uno de nosotros. De nosotros a Dios y de nosotros a nosotros. La clave del reino es una forma nueva de relación que no está basada en que uno manda (Dios o sus representantes) y los demás obedecen sino en la dimensión de la mesa en la que todos estamos sentados al mismo nivel, incluso el que preside la mesa (más allá incluso, el que preside se abaja a lavar los pies a los demás, como hizo el mismo Jesús en la última cena). En la mesa del reino Dios no tiene un escabel más alto sino que se ha sentado a nuestro nivel. No hay primeros puestos ni segundos ni últimos. Es una mesa en la que todos somos iguales.
Por eso, la cuestión de la autoridad le debió hacer reír a Jesús. Y debió pensar que los sumos sacerdotes y los ancianos no se habían enterado de nada. No es una cuestión de autoridad sino de amor. Y eso vale para aquellos y para nosotros."
(Fernando Torres cmf, Ciudad Redonda)
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