domingo, 29 de diciembre de 2024

LA FAMILIA

  


Los padres de Jesús iban cada año a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y así, cuando Jesús cumplió doce años, fueron todos allá, como era costumbre en esa fiesta. Pero pasados aquellos días, cuando volvían a casa, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres se dieran cuenta. Pensando que Jesús iba entre la gente hicieron un día de camino; pero luego, al buscarlo entre los parientes y conocidos, no lo encontraron. Así que regresaron a Jerusalén para buscarlo allí.
Al cabo de tres días lo encontraron en el templo, sentado entre los maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que le oían se admiraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando sus padres le vieron, se sorprendieron. Y su madre le dijo:
– Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia.
Jesús les contestó:
– ¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre?
Pero ellos no entendieron lo que les decía.
Jesús volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndolos en todo. Su madre guardaba todo esto en el corazón. Y Jesús seguía creciendo en cuerpo y mente, y gozaba del favor de Dios y de los hombres.

Jesús, en este texto, me hace pensar en los adolescentes y su familia. María y José amaban profundamente a Jesús. Huyen a Egipto para salvarle la vida. Hoy están muy preocupados porque no saben dónde está. Pero poco a poco tendrán que aprender, que Jesús tiene su propia misión, su camino que debe recorrer. A los padres, a veces les cuesta entender que sus hijos deben emprender su camino. Que deben ayudarles a encontrarlo, no sea que se equivoquen de ruta, pero nunca impedirles seguirlo.

"Sin quererlo, la noche y el día de Navidad la mirada se había concentra­do por completo en el niño. Pero ya entonces se nos recordaba cómo hay otras figuras en el «misterio», en el belén; se nos recordaba que había otras dos figuras en la realidad: María y José, los padres del niño. Hoy, pues, se nos invita a que ensanchemos algo más nuestra mirada, para que quepan esas otras dos figuras y veamos al niño formando parte de ese grupo más amplio de la Sagrada Familia, en la que tanto al padre como a la madre les corresponden unas funciones especiales para poder sacar adelante a esa criatura, para ayu­dar a crecer a esa brizna de humanidad que es el niño Jesús.
Por eso, si nos preguntamos por lo que puede ayudar a que la vida de familia no se deteriore, sino que se mantenga sana y mejore, podemos recoger estos tres mensajes.
Pri­mero, una llamada al respeto, en especial a los mayores cuyas facultades están sensible­mente mermadas. Hemos de cultivarlo a pesar de: a pesar de las rarezas y de las manías que puedan tener, a pesar de los defectos más o menos acusados que tengan. Aprendamos a ver en ellos al mismo Mesías, a pesar de las limitaciones y defectos que tenían. No hagamos daño al Mesías que está presente, aunque encubierto, en los mayores o en los más débi­les. Y añadamos el respeto a la pie­dad.
Segundo: cultivemos en las relaciones mutuas los sentimientos positivos y las actitudes positi­vas. La vida familiar ha de ser una escuela de los afec­tos. Procuremos tener un mundo afectivo rico en nuestra relación con los otros miem­bros de la familia. No nos volvamos indiferentes a ellos, no seamos inex­presivos. Cuidemos los detalles del saludo afectuoso, de la sonrisa, de la acogida cordial, de la preocupación discre­ta (y también del respeto al silen­cio de los otros), del regalo, del servicio sencillo; cuidemos el gesto del perdón cuando nos han herido. Quien cultiva diariamente lo pequeño, también sabrá adoptar las actitudes adecuadas en lo grande, en lo importante. ¿Podemos conducirnos así? Sí podemos, aunque tengamos nuestros fallos. Hay una verdad que la experiencia pone ante nuestros ojos: quien se sabe perdonado, está más dispues­to al perdón; quien se sabe acogi­do, se muestra más pronto a acoger. Y así sucesivamente. Pues reparemos un poco en lo que Dios ha hecho con noso­tros: cómo nos ha acogido entre sus hijos, cómo nos ha perdonado, cómo nos ha dado su paz.
Tercero: busquemos en todo la voluntad de Dios. José nos da un buen ejemplo de esa disposición interior, cuando secunda la inspiración interior y vela por la seguridad del niño y la madre. Quien busca la voluntad de Dios vive para más que para sí mismo, piensa en más que en sí mismo, cuida más que su propia persona."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)

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