Uno de los doce discípulos, el llamado Judas Iscariote, fue a ver a los jefes de los sacerdotes y les preguntó:
– ¿Cuánto me daréis, si os entrego a Jesús?
Ellos señalaron el precio: treinta monedas de plata. A partir de entonces, Judas empezó a buscar una ocasión oportuna para entregarles a Jesús.
El primer día de la fiesta en que se comía el pan sin levadura, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron:
– ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?
Él les contestó:
– Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi hora está cerca, y voy a tu casa a celebrar la Pascua con mis discípulos.’
Los discípulos hicieron como Jesús les había mandado y prepararon la cena de Pascua.
Al llegar la noche, Jesús se había sentado a la mesan con los doce discípulos; y mientras cenaban les dijo:
– Os aseguro que uno de vosotros me va a traicionar.
Ellos, llenos de tristeza, comenzaron a preguntarle uno tras otro:
– Señor, ¿acaso soy yo?
Jesús les contestó:
– Uno que moja el pan en el mismo plato que yo, va a traicionarme. El Hijo del hombre ha de recorrer el camino que dicen las Escrituras, pero ¡ay de aquel que le traiciona! ¡Más le valdría no haber nacido!
Entonces Judas, el que le estaba traicionando, le preguntó:
– Maestro, ¿acaso soy yo?
– Tú lo has dicho – contestó Jesús.
Hoy vemos ha Judas traicionando a Jesús. Cuando Jesús les dice que alguien le traicionará, todos preguntan si son ellos. Todos podemos traicionarlo. Cada vez que nos miramos a nosotros, nuestro provecho y olvidamos a los demás, lo estamos traicionando. Por acción y por omisión. Porque hacemos daño al otro o porque miramos hacia otro lado cuando alguien sufre.
"Quien ha vivido la traición de un amigo o ser cercano, conoce bien la tentación de esconderse, de seguir pasando desapercibido para no arriesgar una nueva traición que se sospecha posible. En cambio Cristo, que ha conocido la peor traición de uno de sus más íntimos, y que conoce la traición de Pedro, el más íntimo, y que conoce la traición de todos sus seguidores (a excepción de su Madre), no esconde su cara. La hace de piedra. Está dispuesto a más y más y más. Porque conoce, más íntimamente aún, a su defensor. Y sabe que no va a quedar confundido ni humillado. Al final será un triunfo paradójico, pero la cruz será levantada sobre todo y sobre todos. Y será el signo del triunfo final. El Señor Dios es el defensor.
A veces decimos que alguien tiene la cara más dura que una piedra. Porque descaradamente hace el mal, miente, se corrompe (¡y encontramos tantos casos de esto en nuestro mundo!), con la seguridad de un poder que se ha adquirido por sí mismo. Esa no es la cara de Cristo, que se endurece en otra seguridad: la de la Verdad y el Bien de Dios.
¿Somos caradura? ¿Pero que hay detrás de nuestra cara dura? Si no tenemos suficiente fe como para confiar en la verdad de Dios, o no tenemos suficiente seguridad en nuestro propio poder, nos esconderemos y dejaremos de arriesgarnos por la verdad.
Hoy se nos sigue hablando de traiciones. A menudo la traición viene por no tener suficiente “cara dura” confiada en el poder de Dios. O por tener demasiada caradura confiada en uno mismo y la propia habilidad para esconder el mal y hacerlo pasar por bien.
Se trata de una cuestión de confianza. Como Cristo, no ocultar la cara, porque esa piedra se apoya en el poder de Dios, que saldrá en defensa del bien y la verdad."
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda)
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