Aquel joven llevaba más de una hora hablando sin parar. Explicaba lo desgraciado que era. Los problemas que tenía... El Anacoreta escuchaba pacientemente. Cuando el muchacho paró un instante de hablar, el anciano le dijo:
- ¡Eh! Que estoy aquí.
El joven, sorprendido, le preguntó:
- ¿Qué quieres decir?
El Anacoreta, sonriendo, respondió:
- Pues, que llevas más de una hora de monólogo. Si delante tuyo, en mi lugar, hubiese estado aquella palmera, habrías hablado de la misma manera, y habrías dicho lo mismo.
El joven bajó la cabeza y el anciano guardó unos instantes de silencio antes de proseguir.
- Mira. El estar dándole vueltas todo el día a nuestros problemas, no los soluciona. En vez de mirarnos el ombligo, hemos de mirar a nuestro alrededor.
Levantó la vista y fijó sus ojos en los del muchacho:
- Si miraras a tu alrededor, verías que en realidad eres un privilegiado. Que muchos jóvenes no tienen ni una décima parte de lo que tú tienes. Viven en países de extrema pobreza o en países en guerra. Jóvenes que se ven obligados a marchar de su país y que allí donde llegan se les mira con recelo, se les desprecia y se les insulta.
Suspiró y siguió hablando:
- Te quejas de que tus padres te ponen normas y son exigentes contigo. Si miraras a tu alrededor verías jóvenes que sus padres los maltratan o padres que no les ponen normas, porque para ellos sus hijos no existen...
Le puso una mano sobre el hombro y concluyó:
- Créeme. Eres un privilegiado y da gracias a Dios por tus problemas, que te ayudan a luchar y a crecer como persona...
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