La «parábola de los talentos» es el texto principal entre los tres de hoy. Un comentario pastoral a esta lectura podrá ir por la senda usual ante este texto: Mateo acaba de hablar de la venida futura del Hijo del Hombre para el juicio, y a continuación nos dice cuáles son las actitudes adecuadas ante esa venida, a saber, la vigilancia (parábola de las diez vírgenes) y el compromiso de la caridad (parábolas de los talentos y del juicio de las naciones). La parábola de los talentos es, en este contexto interpretativo, un elogio del compromiso, de la efectividad, del trabajo, del rendimiento. Podrá ser aplicada fructuosamente al trabajo, la profesión, las realidades terrestres, el compromiso secular...
Sin embargo, el contexto de la hora histórica que vivimos es tal, que este mensaje, en sí mismo bueno y hasta naif, ingenuo, puede resultar funcional respecto a la ideología actualmente dominante, el neoliberalismo. Éste, en efecto, predica, como grandes valores suyos, la eficacia, la competitividad, la creación de riqueza, el aumento de la productividad, el crecimiento económico (si tenemos un crecimiento bajo o no crecemos, nos declaramos en crisis), los altos rendimientos de interés bancario, la inversión en valores, etc. Son nombres modernos bien adecuados para lo que se presenta en la parábola, aunque si se los utiliza en la homilía, no pocos oyentes pensarán que el orador sagrado se salió de su competencia (o peor: que «se metió en política»). Por una casualidad del destino, esta parábola se hizo bien actual, y los teólogos neoconservadores (también hay «neocons» en teología) la valoran altamente. Algunas de sus frases, sin necesidad siquiera de interpretaciones rebuscadas, avalan directamente principios neoliberales. Pensemos, por ejemplo, en el enigmático versículo de Mt 25, 29: «Al que produce se le dará y tendrá en abundancia, pero al que no produce, se le quitará hasta lo que tiene». No será fácil evitar en la predicación hacer el juego con esta parábola a un sistema que, para muchos cristianos de hoy, está en los antípodas de los principios cristianos.
La eficacia, la productividad, la eficiencia... no son malas en principio. Diríamos que no son valores en sí mismas, sino "cuantificaciones" que pueden ser aplicadas a unos u otros valores. Se puede ser eficiente en muchas dimensiones, muy distintas (unas buenas y otras malas) y con unas intenciones muy diversas (malas y buenas también). La eficacia en sí misma, abstraída de su aplicación y de su intención... no existe, o no nos interesa ahora. El juicio que hagamos sobre la eficacia dependerá de la materia a la que apliquemos esa eficiencia, así como del objetivo al que se oriente.
Cabe entonces imaginar una "eficiencia" cristiana (agrupando en este símbolo varios otros valores semejantes). El mismo evangelio la presenta en otros lugares, en su célebre inclinación hacia la praxis: No todo el que dice 'Señor, Señor', sino el que hace..., la parábola de los dos hermanos (el que dice pero no hace y el que sí hace aunque había dicho que no haría), bienaventurados más bien los que escuchan la palabra y la ponen en práctica... y más paradigmáticamente, el texto que continúa al de hoy, el que meditaremos el domingo próximo, Mt 25,31ss, en el que el criterio del juicio escatológico que allí aparece será precisamente lo que hayamos "hecho" efectivamente a los pobres...
La eficiencia aceptada y hasta encomiada por el evangelio es la eficiencia "por-el-Reino", la que está puesta al servicio de la causa de la solidaridad y del amor. No es la eficiencia del que logra aumentar la rentabilidad (reduciendo empleos por la adopción de tecnologías nuevas, por ejemplo), o la del que logra conquistar mercados por su competitividad (reduciendo la capacidad de auto-subsistencia de los países pequeños, o pobres, sin tecnología), o la del que logra ingresos fantásticos por inversiones especulativas del capital "golondrina" en este gran casino mundial financiero en que se ha convertido el mundo...
La «eficiencia por la eficiencia» no es un valor cristiano, ni siquiera es un valor verdaderamente humano (no parece que nos humanice; más bien parece que lo heredamos de nuestro pasado como depredadores). Quizá sea cierto que el capitalismo, sobre todo en su expresión salvaje actual, sea "el sistema económico que más riqueza crea"; pero no es menos cierto que lo hace aumentando simultáneamente el abismo entre pobres y ricos, la concentración de la riqueza a costa de la expulsión del mercado de masas crecientes de excluidos. El criterio supremo, para nosotros, no es una eficiencia económica que produce riqueza y distorsiona la sociedad y la hace más desequilibrada e injusta. No sólo de pan vive el ser humano. Cristianamente no podemos aceptar un sistema que, en favor del (o en culto al) crecimiento de la riqueza, sacrifica idolátricamente la justicia, la fraternidad y la participación de ingentes masas humanas. Poner la eficiencia por encima de todo esto es una idolatría, es la idolatría del culto del dinero, verdadero dios neoliberal. Y sobre la "idolatría del mercado" y el carácter sacrificial de la ideología neoliberal, ya se ha escrito mucho.
No, no es pues que nosotros no queramos ser eficientes y competentes (más que competitivos), o que no seamos partidarios de la "calidad total", ni mucho menos... Somos partidarios de la mayor «eficacia en el servicio al Reino», así como de «la competencia y la calidad total en el servicio al Evangelio». (In ordinariis non ordinarius, decía un viejo adagio de la ascética clásica, queriendo llevar la calidad total a los detalles más pequeños de la vida ordinaria u oculta).
Y no es que no haya que reconocer que con frecuencia los más "religiosos" hayan estado ajenos a las implicaciones económicas de la vida real, predicando fácilmente una generosa distribución donde no se consigue una producción suficiente, esperándolo todo de la limosna o los piadosos mecenas. También en el campo de la economía teórica –sobre todo en esta hora– necesitamos un renovado compromiso de los cristianos.
Si Jesús se lamentó de que los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz, ello significa que la «astucia» (otro tipo de eficacia) no es mala por sí misma; lo malo es ponerla al servicio de las tinieblas y no de la luz. (Koinonía)
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