Toda cultura es fruto de un esfuerzo de convivencia, voluntad de bienestar y profundización en el conocimiento del entorno.
En la medida en que se es persistente en este esfuerzo, es respetada, apreciada y valorada; crea comunidad y nos descubre infinitos aspectos de la grandeza de Dios.
Por eso, la inculturación es un valor irrenunciable.
Las culturas ajenas, con sus sensibilidades, sus lenguajes y sus sueños, nos aproximan al corazón de las mujeres y hombres de todo el mundo.
Los jóvenes han de sentirse motivados por conocer, defender y enriquecer nuestra cultura y nuestras costumbres. Se sintoniza así con nuestras raíces, viviéndolas y colocándolas al servicio de toda la humanidad. ¿Quién puede hacerlo sino los jóvenes?
Deben entrar , también, en contacto con otras sintonías más profundas de los humanos.
Con la seguridad que les da saber que "la bondad de Dios es más grande que la distancia entre el cielo y la tierra", así deben abrirse a todas sus manifestaciones "desde Oriente a Occidente", para seguir aprendiendo a expresarse en el lenguaje del amor.
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