El Anacoreta y su discípulo, tras rezar Maitines, contemplaban la salida del sol. Habían meditado la liturgia del domingo, la resurrección de Lázaro. El Anacoreta dijo:
- La hora del amanecer, la hora del alba, es la que más me gusta. Cada día, a esta hora, es una resurrección. La nueva luz del día besa la creación y besa nuestra alma. Esta luz nueva, nos invita a vivir plenamente el nuevo día.
El discípulo dijo:
- ¡Cuánto agradezco poder vivir en el desierto! En la ciudad, a esta hora, salía bostezando de casa, me metía en el metro abarrotado y llegaba medio dormido y malhumorado a mi lugar de trabajo.
Sonrió el Anacoreta y le corrigió:
- En la ciudad también es posible vivir el amanecer como una resurrección. Basta proponérselo y vivir la interioridad...
Y siguieron meditando en silencio contemplando el amanecer....
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