Llegó triste y apesadumbrado. Dijo al Anacoreta:
- Me siento terriblemente solo. No importa que esté rodeado de mucha gente. Sigo sintiéndome solo. Soledad que se hace insoportable en los momentos en que nadie me acompaña. ¿Cómo puedes resistir la soledad del desierto?
Lo miró con simpatía el Anacoreta y le dijo:
- Nunca estamos solos. El Espíritu Santo está siempre ahí, invisible, empujándonos a amar y a hacer felices a los que nos rodean. Haciendo que sintamos presentes aquellos que nos han dejado.
Miró al hombre a los ojos y añadió:
- Si pensamos en los demás; si intentamos hacerlos felices, la soledad desaparece inmediatamente. Verás que aparece en tu interior una fuerza, que te sostiene y te consuela siempre: el Espíritu que Jesús nos dejó.
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