Era invierno, y en Jerusalén celebraban la fiesta en que se conmemoraba la dedicación del templo. Jesús estaba en el templo, paseando por el pórtico de Salomón. Los judíos le rodearon y le preguntaron:
– ¿Hasta cuándo nos vas a tener en dudas? Si tú eres el Mesías, dínoslo de una vez.
Jesús les contestó:
– Ya os lo he dicho y no me habéis creído. Las cosas que yo hago con la autoridad de mi Padre, lo demuestran claramente; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas reconocen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y jamás perecerán ni nadie me las quitará. Lo que el Padre me ha dado es más grande que todo, y nadie se lo puede quitar. El Padre y yo somos uno solo.
"En el evangelio de ayer declaraba Jesús que sus ovejas lo conocen. Hoy hallamos un eco de ese mismo mensaje. Un relato nos introduce en este motivo tan importante del cuarto evangelio. Dice así:
Al final de una cena en un castillo inglés, un famoso actor de teatro entretenía a los huéspedes declamando textos de Shakespeare. Después se ofreció a que le pidieran algún bis. Un tímido sacerdote preguntó al actor si conocía el salmo 22. El actor respondió: «Sí, lo conozco, pero estoy dispuesto a recitarlo solo con una condición: que después también lo recite usted».
El sacerdote se sintió algo incómodo, pero accedió. El actor hizo una bella interpretación con una dicción perfecta: «El Señor es mi pastor, nada me falta...». Los huéspedes aplaudieron vivamente. Llegó el turno al sacerdote, que se levantó y recitó las mismas palabras. Esta vez, cuando terminó, no hubo aplausos, solo un profundo silencio y el inicio de lágrimas en algún rostro. El actor se mantuvo en silencio unos instantes, después se levantó y dijo: «Señoras y señores, espero que se hayan dado cuenta de lo que ha sucedido esta noche. Yo conocía el salmo, pero este hombre conoce al Pastor».
Solo conoceremos al Pastor si él se nos da a conocer. Pero esta es su voluntad: darse a conocer, mostrarse accesible a quien, como Nicodemo, desea encontrarse con él; más aún, se hace el encontradizo y entabla conversación, como hace con la samaritana; incluso se somete a las exigencias especiales que pone Tomás el Mellizo para poder creer. Maestro y estímulo para el deseo de conocimiento es el apóstol Pablo cuando escribe: «Quiero conocerlo a Él, el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos», con la esperanza de llegar a la resurrección de los muertos y de tener parte en su gloria (Flp 3,10). ¿Queremos conocer al Señor? ¿Estamos dispuestos a tener comunión en sus padecimientos?" (Ciudad Redonda)
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