"Padre santo, cuídalos con el poder de tu nombre, el nombre que me has dado, para que estén completamente unidos, como tú y yo. Cuando estaba con ellos en este mundo, los cuidaba y los protegía con el poder de tu nombre, el nombre que me has dado. Y ninguno de ellos se perdió, sino aquel que ya estaba perdido, para que se cumpliera lo que dice la Escritura.
Ahora voy a ti; pero digo estas cosas mientras estoy en el mundo, para que ellos se llenen de la misma perfecta alegría que yo tengo. Yo les he comunicado tu palabra; pero el mundo los odia porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los protejas del mal. Así como yo no soy del mundo, tampoco ellos son del mundo. Conságralos a ti por medio de la verdad: tu palabra es la verdad. Como me enviaste a mí al mundo, así yo los envío. Y por causa de ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados por medio de la verdad."
En esta lectura seguimos con la oración de Jesús, que Juan empezó a narrarnos ayer.
Empieza pidiendo para nosotros la Unidad. No una unidad cualquiera, si no la misma que existe entre el Padre y el Hijo. Esta unidad tiene dos consecuencias importantes: la alegría y la verdad.
Nuestra sociedad, a pesar de la globalización que dan los medios de comunicación, es más individualista que nunca. Todos buscamos nuestro provecho al margen de los demás. Jesús nos dice que, el verdadero provecho se obtiene con la unidad. El día que veamos la sociedad como un todo, y nos demos cuenta de que la lucha por el bien de todos es la única forma de obtener el bien personal, aquel día obtendremos la verdadera alegría, la auténtica felicidad.
Ese camino es el que nos marca el evangelio. El camino de la verdad, de la Palabra de Dios. Un camino al que se llega por la experiencia; no por la teoría. Somos uno cuando pensamos en plural, cuando buscamos el bien común, cuando realmente nos amamos.
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