"Llegaron a Jericó. Y cuando ya salía Jesús de la ciudad seguido de sus discípulos y de mucha gente, un mendigo ciego llamado Bartimeo, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino. Al oir que era Jesús de Nazaret, el ciego comenzó a gritar:
– ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!
Muchos le reprendían para que se callara, pero él gritaba más aún:
– ¡Hijo de David, ten compasión de mí!
Jesús se detuvo y dijo:
– Llamadle.
Llamaron al ciego y le dijeron:
– Ánimo, levántate. Te está llamando.
El ciego arrojó su capa, y dando un salto se acercó a Jesús, que le preguntó:
– ¿Qué quieres que haga por ti?
El ciego le contestó:
– Maestro, quiero recobrar la vista.
Jesús le dijo:
– Puedes irte. Por tu fe has sido sanado.
En aquel mismo instante el ciego recobró la vista, y siguió a Jesús."
Estar ciego nos impide ver la realidad. Estar ciego es vivir en la oscuridad. Bartimeo, sin embargo quiere ver. Él sabe que Jesús es la luz del mundo. Por eso, al enterarse de que Jesús pasa por allí, se pone a gritar. Los demás quieren hacerle callar.
En nuestra sociedad hay mucha gente sin la luz de la Fe. Hay muchos tipos de ceguera. Querrían ver, pero los demás se lo impiden. Tener Fe no está de moda. Nuestra sociedad va por otros derroteros y desacredita y ridiculiza la espiritualidad.
Bartimeo insiste. Quizá sea su última oportunidad. Quizá Jesús no vuelva a pasar. Pero Jesús está atento a los más débiles, a los marginados, a los que están al borde del camino. Lo hace venir y lo cura. En realidad el deseo de creer de Bartimeo ya era Fe. Y Bartimeo no sólo recobra la vista, si no que desde ese momento sigue a Jesús, se hace discípulo.
El Papa Francisco nos invita a ir a las periferias, a la salida de las ciudades. Allí, donde en el borde del camino, se encuentran los marginados, los que quieren ver y no pueden. Nosotros, en vez de hacerlos callar, debemos acercarlos a Jesús.
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