"Cuando se fueron de allí, pasaron por Galilea. Pero Jesús no quiso que nadie lo supiera, porque estaba enseñando a sus discípulos. Les decía:
– El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; pero tres días después resucitará.
Ellos no entendían estas palabras, pero tenían miedo de hacerle preguntas.
Llegaron a la ciudad de Cafarnaún. Estando ya en casa, Jesús les preguntó:
– ¿Qué veníais discutiendo por el camino?
Pero se quedaron callados, porque en el camino habían discutido sobre cuál de ellos era el más importante. Entonces Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo:
– El que quiera ser el primero, deberá ser el último de todos y servir a todos.
Luego puso un niño en medio de ellos, y tomándolo en brazos les dijo:
– El que recibe en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe; y el que a mí me recibe, no solo me recibe a mí, sino también a aquel que me envió."
Jesús acaba de anunciarles su misión: ser entregado, morir por todos y resucitar. Los apóstoles siguen creyendo en un mesías rey, poderoso y quieren se distribuyen los cargos entre ellos. Jesús les señala el verdadero camino. Toma un niño, alguien que no contaba para nada en Israel, y les dice que recibirlo, es recibirle a Él. Se iguala a un niño. Les señala el camino del servicio. El último es el más importante.
Veintiún siglos después seguimos sin entender nada. Hemos montado una Iglesia llena de jerarquías. Buscamos influir políticamente en el mundo. Queremos ser los primeros. Cada vez que se avecinan cambios políticos, temblamos por si perderemos nuestros privilegios. Si realmente nos consideráramos los últimos, si fuésemos como niños, no tendríamos miedo a perderlos, porque, sencillamente, no los tendríamos. No hemos entendido aquello de que "una Iglesia que no sirve, no sirve para nada." Es decir, no es la Iglesia de Jesús.
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