En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.
"Jesús crecía y se fortalecía como un ser humano normal. Dios se iba manifestando en su vida, en su manera de ser y de actuar. La encarnación de Dios, en la persona de Jesús, nunca le generó ventajas. Por eso el Evangelio jamás presentó a Jesús como un superhombre, sino como un hombre normal, que iba haciendo su proceso existencial. Él mismo sintió que Dios lo iba acompañando en el proceso de su vida, pero que le permitía ser libre en sus niveles más tremendos. Dios estaba con él, no para librarlo de los problemas, ni para impedir que su pie tropezara, sino para ser el sostén y la fuerza en su vida. La propuesta o invitación que hace la encarnación a un creyente, es a que asuma la vida humana con seriedad y responsabilidad, con total libertad; a fin de que, todo cuanto haga y viva, sea desde la experiencia de profunda humanidad que Dios suscita en el corazón de quienes siguen a Jesús de Nazaret." (Koinonía)
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