Jesús entró en el templo y, mientras estaba en él, enseñando, se le acercaron los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos y le preguntaron:
– ¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado tal autoridad?
–Yo también os voy a hacer una pregunta: ¿Quién envió a Juan a bautizar: Dios o los hombres? Si me respondéis, también yo os diré con qué autoridad hago estas cosas.
Ellos se pusieron a discutir unos con otros: “Si respondemos que le envió Dios, nos dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creísteis?’ Y si decimos que fueron los hombres, tenemos miedo de la gente, porque todos tienen a Juan por profeta.” Así que respondieron a Jesús:
–No lo sabemos.
Entonces él les contestó.
–Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago estas cosas.
Los sacerdotes y los ancianos estaban preocupados por la autoridad (su autoridad). Para ellos no era importante lo que se decía, sino quién lo decía. Ellos creían tener toda la autoridad y poseer toda la verdad.
A nosotros nos puede ocurrir lo mismo. Según quién dice o quién hace las cosas las aceptamos o no. Corremos el riesgo de buscar seguridades y no lo que Dios quiere de nosotros. Utilizamos la religión para nuestro provecho. En nuestra actuación siempre hemos de buscar seguir la voluntad de Dios. Por eso hemos de meditar la Palabra y ponerla en práctica. Ahí está la autoridad.
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