lunes, 30 de octubre de 2023

LA DIGNIDAD DE LA PERSONA

 

Un sábado se puso Jesús a enseñar en una sinagoga. Había allí una mujer que estaba enferma desde hacía dieciocho años. Un espíritu maligno la había dejado encorvada, y no podía enderezarse para nada. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo:
– Mujer, ya estás libre de tu enfermedad.
 Puso las manos sobre ella, y al momento la mujer se enderezó y comenzó a alabar a Dios. Pero el jefe de la sinagoga, enojado porque Jesús la había sanado en sábado, dijo a la gente:
–Hay seis días para trabajar: venid cualquiera de ellos a ser sanados, y no el sábado.
 El Señor le contestó:
– Hipócritas, ¿no desata cualquiera de vosotros su buey o su asno en sábado, para llevarlo a beber? Pues a esta mujer, que es descendiente de Abraham y que Satanás tenía atada con esa enfermedad desde hace dieciocho años, ¿acaso no se la debía desatar aunque fuera en sábado?
 Cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron avergonzados; pero toda la gente se alegraba viendo las grandes cosas que él hacía.

La dignidad de la persona está por encima de las leyes. Teóricamente todos aceptamos esta afirmación. ¿Por qué en la práctica la olvidamos? Seguimos negando asilo a quien viene en busca de una vida mejor, porque no tienen unos papeles. Seguimos negando nuestra ayuda a aquellas personas que viven, como la mujer del evangelio, sin poder levantar la cabeza: personas que viven en la calle, inmigrantes, quien no encuentra trabajo, el que no puede dar de comer a su familia...y se ve obligado a robar. Con nuestra hipocresía, nosotros somos los verdaderos ladrones.

"El miedo paraliza. Es una experiencia común. Atenaza, enmudece, encoge el corazón. Pero es que el miedo es muy razonable ante las cosas que a menudo nos rodean: miedo al futuro; incertidumbre económica, inestabilidad social y política… ¿Quién nos puede reprochar tener miedo?
Y luego, tenemos también miedo al abandono de amistades y familiares si es que nos atrevemos a expresar una postura contraria… Tememos al “qué dirán”, a la crítica, al insulto.
En cierto modo, como la mujer del evangelio de hoy, estamos atados y bien atados. Y quizá por más de 18 años. Y no es solo cuestión de un nudo fácil de desatar. Se trata de lazos fuertísimos, que se ataron hace tanto tiempo que ahora no se desatan fácilmente: sólo se pueden cortar a cuchillo. O, incluso si solo fueran sean hilos y no cuerdas, como diría santa Teresa, no nos dejan volar.
La primera lectura de hoy nos dice que no se nos ha dado un espíritu de temor. Es decir, que hace ya tiempo que, por la vida, muerte y resurrección de Cristo, estamos desatados. Se nos ha dado un espíritu de fortaleza y amor. Falta nos hace en este mundo.
Estar desatados seguramente no significa que no haya dudas, incertidumbres y dolores de cabeza. Más bien significa que se nos ha dado tener una confianza radical. La confianza radical significa saber que otras manos, otros labios, otras fuerzas, dirigen las nuestras. Los brazos, los labios y las fuerzas de Aquel que nos alcanzó la libertad total. Son los que, a pesar de todos los pesares, nos hacen levantarnos una y otra y otra vez y ser libres.
La libertad no significa en realidad que los temores se ahuyenten, sino que se pueden atar. Los lazos serán ahora cautivos de esa libertad alcanzada con la confianza radical. Tampoco significa una imprudencia “desenfrenada” que no mira límites y se lanza a cualquier cosa sin pensar. Ni significa una descarada expresión de todo lo que se nos pasa por la cabeza, o de lo último que ha llamado la atención a nuestra sentimentalidad. Es, más bien, una libertad que mira de frente a la realidad, reconoce límites y peligros y, decididamente, ejerce una confianza radical e ilimitada. Es la libertad de andar enderezado, con la cabeza alta, con la dignidad de los coherederos de Cristo; con el temor bajo los pies, atado y bien atado, por el Señor que hace maravillas.
¿Qué ataduras sientes en este momento? ¿Qué temores? ¿Escuchas la palabra que te invita a enderezarte, a dominar esos temores? ¿En qué momentos has sentido la liberación?"
(Carmen Aguinaco, Ciudad Redonda) 

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