Aquí estoy, Señor,
como el ciego al borde del camino,
cansado, triste, aburrido,
sudoroso y polvoriento,
sin claridad y sin horizonte;
mendigo por necesidad y oficio.
Aquí estoy, Señor,
en mi sitio de siempre pidiendo limosna,
sintiendo que se me escapa la vida,
el tiempo y los sueños de la infancia;
pero me queda la voz y la palabra.
Pasas a mi lado y no te veo.
Tengo los ojos cerrados a la luz.
Costumbre, dolor, sufrimiento...
Sobre ellos han crecido duras escamas
que me impiden verte.
Pero al sentir tus pasos,
al oír tu voz inconfundible,
todo mi ser se estremece
como si un manantial brotara dentro de mí.
Te busco,
te deseo,
te necesito
para atravesar las calles de la vida
y andar por los caminos del mundo
sin perderme.
¡Ah, qué pregunta la tuya!
¿Qué desea un ciego sino ver?
¡Que vea, Señor!
Que vea, Señor, tus sendas.
Que vea, Señor, ante todo, tu rostro,
tus ojos,
tu corazón.
(Florentino Ulibarri, "Al calor de tu Evangelio", Colección feadulta.com)
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