Mirando a Jesús de Nazareth.
Después de un largo periodo de silencio (prácticamente toda la vida hasta ese momento), Jesús se acerca a la ribera del Jordán. ¿Qué ha hecho todo ese tiempo? Los evangelistas apenas nos dicen nada: que iba aprendiendo, creciendo, madurando y formándose. Pero no es arriesgado suponer que Jesús se dedicó a «observar a la gente», especialmente a los que menos contaban, los que estaban marginados por la sociedad o por la misma religión. Y detectó un «fuerte deseo de otra cosa», de otra sociedad, de otra religión... un fuerte deseo de vivir y ser tratados de otra manera.
Jesús se acercó a ellos -Evangelio de hoy-. No lo hace en tono de reproche (como por ejemplo el que usaba su propio primo, el Bautista). No les acusa de nada, no les amenaza. Se pone con ellos, a su lado, comprendiendo, acogiendo, como uno más. Y se pregunta a sí mismo qué tendría que hacer, cómo podría ayudarles. En definitiva, por su vocación-misión, por la voluntad del Padre. Para Jesús son especialmente luminosos -le tocaban muy dentro-, algunos pasajes del Antiguo Testamento que hablaban de la figura de un «Siervo» de Dios, que es a la vez «Siervo» de los hombres. Siervo, servidor. Precisamente las palabras que el Padre pronuncia desde el cielo, pertenecen al profeta Isaías, cuando nos describe a este personaje misterioso: «éste es mi Hijo, el amado, el predilecto». Así que el punto de partida, el «disparo» para que comience a hacer algo es.... (¡qué importante!) el amor del Padre, o si se quiere, el amor mutuo entre los dos, y su condición de «hijo».
El Padre le confirma así su camino, y por medio del Espíritu queda consagrado (bautizado) al servicio del Padre. Quiere decirse que, en el nombre de su Padre Dios, tiene que ayudar, liberar, acompañar, acoger, sanar, escuchar, dignificar, amar... al hombre, tal como el Padre había venido haciendo desde los comienzos de la Historia. O explicado con las bellas palabras de Pedro en la Segunda Lectura: A "pasar por el mundo haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él". El Espíritu que ha descendido sobre él como una paloma será la ayuda, la fortaleza, la luz que necesita para llevar a cabo una misión nada fácil, por otro lado. Porque la sociedad organizada y la religión tradicional, representada por el Templo y sus autoridades, se echarán sobre él, y no pararán hasta colgarlo de la cruz.
Mirándonos nosotros mismos
También nosotros, por el bautismo-confirmación, hemos quedado «consagrados a Dios», a quien reconocemos como Padre que nos ama. Cuando algo está consagrado significa que pertenece a Dios; significa que ahí podemos encontrar a Dios, que es una mediación que facilita el «encuentro» con Dios (recordad, por ejemplo, lo que acontece en la Eucaristía con el pan y el vino al ser «consagrados»). Pues lo mismo pasa con nosotros: Dios nos habita, Dios se encuentra con los hombres a través de mí. Los hombres de nuestro mundo pueden/deben descubrir a Dios a través de mis gestos, de mis palabras, de mis opciones... si las hago desde el Espíritu que ha sido derramado en mí.
Los primeros cristianos comenzaron a bautizarse muy pronto. Aquel «rito» significaba que reconocían a Jesús como el Hijo Amado de Dios que había resucitado de entre los muertos. Y que querían hacerlo referencia absoluta de su vida. Además suponía aceptar vivir su consagración a Dios «con otros» hermanos. Así lo había querido Jesús al realizar su tarea acompañado de una comunidad de discípulos. No era imaginable un «cristiano por libre».
De ahí se seguía la tarea de «cambiar el mundo» para que se pareciese más al que el Padre había soñado. De ahí se seguía también el convertirse en «siervos-servidores» de los más pequeños. De ahí se seguía el convertirse en «testigos del Cristo vivo y presente en medio de ellos».
Todo esto es muy bello. Y muy exigente. Y estoy convencido de que muchos hermanos «desearían» unirse a nosotros si encontrasen que todos los bautizados vivimos esto que acabo de repasar. El caso es que Dios nos ha dado los medios para que esto sea posible. Especialmente el regalo del Espíritu de Jesús. ¿Entonces? Seguramente tenemos mucho que cambiar personal y eclesialmente. Y pedir perdón cuando «provocamos» que algunos hermanos se alejen de Dios por culpa nuestra.
Con la humildad de los siervos, con el estilo de Jesús, y con su misma Fuerza, vamos a renovar hoy nuestro deseo de ser «consagrados», «bautizados» y «testigos» del Amor de Dios Padre. A vivir nuestra fe con más alegría, con mucho menos individualismo, y mucho más comprometidos en hacer que crezca el Reino de Dios, el mundo nuevo que Jesús comenzó para nosotros.
Quique Martínez de la Lama-Noriega, cmf
Que Dios nos ayude, cuenta conmigo uno de tus lectores.
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