En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacia, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: "Tú eres el Hijo de Dios." Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.
Jesús dedicaba el tiempo a curar, consolar, liberar. Curiosamente no quiere aprovecharse de su popularidad y quiere pasar inadvertido. Justamente lo contrario de lo que haríamos nosotros; de lo que la Iglesia, las Congregaciones religiosas, los movimientos apostólicos han hecho muchas veces en la historia, y quizá siguen haciendo ahora.
"En un estudio popular que realizamos una vez en una comunidad rural preguntamos a las personas por su opinión sobre las características que debía tener Jesús como Hijo de Dios. Una compañera levantó la mano y dijo que quien viniera en nombre de Dios demandaría pan para todas las personas y así acabar con el hambre, lucharía por la paz en medio de tantos conflictos de guerra e implantaría el amor y la libertad como formas de construir comunidad. El evangelista Marcos responde a esta misma pregunta presentando a Jesús como Hijo de Dios que camina por los pueblos curando y consolando a enfermos, aliviando tanto el dolor físico como el del espíritu. Marcos nos presenta un Jesús liberador que actúa para contrarrestar las opresiones del pueblo que sufre, siendo guía e impulsor de espacios alternativos que rehabiliten la vida. ¿Qué tipo de sufrimientos atendería Jesús hoy en su papel de Hijo de Dios? ¿Cómo podríamos testimoniar nuestro ser hijos e hijas de Dios con nuestro prójimo?" (Koinonía)
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