El Anacoreta entró en la sacristía. El predicador acababa de quitarse el roquete y lucía un impoluto clergyman recién planchado. Obviamente contrastaba con el sucio y raído hábito del Anacoreta.
- ¿Sí? - inquirió el predicador observando con curiosidad al extraño personaje que lo miraba sonriendo.
- En su predicación usted ha dicho - habló el Anacoreta con dulzura y sin perder su sonrisa - que la vida es un tiempo de prueba a la que Dios somete a todos los hombres. Y que debemos esforzarnos para superarla.
Carraspeó, lo miró dulcemente y añadió:
- Pues no estoy de acuerdo.
El predicador se paró a mirar de arriba abajo a aquel hombre sucio, harapiento y esquelético, que seguía sonriendole desde la puerta de la sacristía.
- ¡Ah! ¿Sí? - dijo con cierta sorna - ¿No está de acuerdo? Pues ¿qué es la vida para usted?
- Para mi - dijo lentamente mientras se acariciaba su blanca barba - es un tiempo de maduración de nuestra libertad para el amor. Aquí estamos, no para hacer penitencia, para pasar pruebas, sino para amar.
El predicador miró perplejo al Anacoreta y exclamó:
- Entonces, perdone, no entiendo qué ha ido a hacer usted en el desierto.
- ¡Claro que no lo entiende! - añadió riendo el solitario - Por eso usted es predicador y yo anacoreta.
Y dando media vuelta regresó lentamente a su desierto...
es un tiempo de maduración de nuestra libertad para el amor. Aquí estamos, no para hacer penitencia, para pasar pruebas, sino para amar.
ResponderEliminarEl predicador miró perplejo al Anacoreta y exclamó:
- Entonces, perdone, no entiendo qué ha ido a hacer usted en el desierto.
- ¡Claro que no lo entiende! - añadió riendo el solitario - Por eso usted es predicador y yo anacoreta.
Y dando media vuelta regresó lentamente a su desierto...