Aquella noche, el Anacoreta, regresó cansado a la cueva. Había estado en la ciudad visitando a sus amigos. Hacía frío. Las noches del desierto son siempre frías. En el cielo lucía un incomparable tapiz de estrellas.
El Anacoreta se sentó en su sitio prefrido; una roca junto al acantilado de piedras, desde el que se divisaba la inmensidad del desierto bajo la bóveda de las estrellas.
Cuando estaba allí, hacía el silencio en su interior y siempre ocurría el mismo fenómeno. Poco a poco, lentamente, sentía una presencia a su lado, a su alrededor, en su interior...era Él.
Aquella noche dió gracias. Su corazón exultaba:
- Gracias Señor, porque me has dado Amigos. Los criminales tienen cómplices. Los interesados, socios. Los viciosos, compañeros de vicio. Los ídolos, admiradores. Los políticos, partidarios. Los príncipes, cortesanos. Sólo los hombres sinceros tienen verdaderos amigos.
Al pensar esto se sintió avergonzado:
- ¿De verdad soy sincero?
Unas lágrimas resbalaron por sus mejillas, y prosiguió:
- Me has dado amigos sin merecerlos. Hazme sincero, Señor, para que nunca los pierda.
Aquella noche, el Anacoreta se durmió pensando...en todos sus AMIGOS.
Muy del momento y de siempre, gracias por su amistad. Dios lo bendiga.
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