Aquellos día se veía al discípulo nervioso e inquieto. El Anacoreta lo sorprendió hablando solo.
- ¿Qué te ocurre que pareces preocupado?
El discípulo suspiró aliviado. En realidad estaba esperando que el Anacoreta le dijera algo:
- No logro entender lo que me enseñaste. Veo con claridad, que para crecer en mi vida espiritual tengo que emplear la disciplina del Corazón y la disciplina del Libro; pero no comprendo qué quieres decirme con lo de la disciplina de la Comunidad. Siempre me has predicado la Soledad.
El Anacoreta, como tantas veces hacía, miró al horizonte y luego, tomando un poco de arena en su mano, la dejó deslizarse entre sus dedos mientras reflexionaba. Luego miró profundamente a su discípulo y dijo:
- La Soledad nos ayuda a hacer el silencio interior y a poner paz en nuestro corazón; son indispensables para que podamos verlo todo con el Corazón y así escuchar y meditar la Palabra. Pero esto no es suficiente.
Puso una mano sobre el hombro del discípulo y continuó:
- El silencio interior y la paz del corazón no pueden acallar la voz de los Hombres, la llamada a la Solidaridad, la necesidad de Compartir. Una Espiritualidad que nos desconecta de la Vida, de los otros, es falsa, es narcisismo. Una Oración que no nos lleva a Entregarnos, a ver a Dios en el otro, es todo menos Oración.
Hizo una pausa y añadió:
- La Soledad del desierto es sólo física. En tu corazón han de habitar los anhelos de todos los Hombres.
Y lentamente se retiró a su cueva, mientras, el discípulo, creyó oír en la lejanía la Voz de la Humanidad.
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