En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros."
El evangelio de hoy, de Juan, es el del mandamiento nuevo, el mandamiento del amor. Pocas palabras deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como ésta: «amor». La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!
El amor en sentido cristiano no es sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su placer, su «sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del amor es amar sin medida».
Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta «familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se pertenecen mutuamente, aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.
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