En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: "Cuando veáis a Jerusalén sitiada por ejércitos, sabed que está cerca su destrucción. Entonces los que estén en Judea, que huyan a la sierra; los que estén en la ciudad, que se alejen; los que estén en el campo, que no entren en la ciudad; porque serán días de venganza en que se cumplirá todo lo que está escrito. ¡Ay de las que estén encinta o criando en aquellos días! Porque habrá angustia tremenda en esta tierra y un castigo para este pueblo.
Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que a los gentiles les llegue su hora. Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación".
Los textos apocalípticos como el de hoy, siempre son difíciles de interpretar. Aquí nos encontramos ante dos hechos diferentes. La destrucción de Jerusalén, que ya la hemos comentado en días anteriores y la última venida de Jesús a este mundo.
Jesús predice la destrucción de aquella Jerusalén que no supo recibirlo ni aceptarlo. Es la destrucción del mal, de lo negativo. Y es tras esa destrucción que aparecerá el Hijo del Hombre con toda su gloria. Jesús vino a Belén con sencillez y humildad. Volverá triunfando sobre el mal, el dolor y la injusticia.
Todo ello es una llamada a la esperanza. Por horribles que sean las cosas que nos sucedan, no debemos desanimarnos. Tras el dolor viene la Gloria de Jesús, el Hijo del Hombre, que habrá vencido definitivamente al mal.
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