Había una vez un hombre rico, que vestía ropas espléndidas y todos los días celebraba brillantes fiestas. Había también un mendigo llamado Lázaro, el cual, lleno de llagas, se sentaba en el suelo a la puerta del rico. Este mendigo deseaba llenar su estómago de lo que caía de la mesa del rico; y los perros se acercaban a lamerle las llagas. Un día murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron junto a Abraham, al paraíso. Y el rico también murió, y lo enterraron.
El rico, padeciendo en el lugar al que van los muertos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro con él. Entonces gritó: ‘¡Padre Abraham, ten compasión de mí! Envía a Lázaro, a que moje la punta de su dedo en agua y venga a refrescar mi lengua, porque estoy sufriendo mucho entre estas llamas.’ Pero Abraham le contestó: ‘Hijo, recuerda que a ti te fue muy bien en la vida y que a Lázaro le fue muy mal. Ahora él recibe consuelo aquí, y tú en cambio estás sufriendo. Pero además hay un gran abismo abierto entre nosotros y vosotros; de modo que los que quieren pasar de aquí ahí, no pueden, ni los de ahí tampoco pueden pasar aquí.’
El rico dijo: ‘Te suplico entonces, padre Abraham, que envíes a Lázaro a casa de mi padre, donde tengo cinco hermanos. Que les hable, para que no vengan también ellos a este lugar de tormento.’ Abraham respondió: ‘Ellos ya tienen lo que escribieron Moisés y los profetas: ¡que les hagan caso!’ El rico contestó: ‘No se lo harán, padre Abraham. En cambio, sí que se convertirán si se les aparece alguno de los que ya han muerto.’ Pero Abraham le dijo: ‘Si no quieren hacer caso a Moisés y a los profetas, tampoco creerán aunque algún muerto resucite.’
Aquel hombre que banqueteaba, que era muy rico, aparentemente no hacía daño al pobre Lázaro. Simplemente lo ignoraba. Pero al ignorarlo, lo dejaba en la miseria, sin posibilidad de salirse de ella.
Nuestra sociedad también está partida en dos. Una parte que tiene de todo y muchos otros que prácticamente no tienen nada. Y esa primera parte de la sociedad, en la que estamos nosotros, ignora a los que no tienen nada. Cada día nos llegan noticias de barcas que naufragan y mueren aquellos que buscan una vida mejor. Y nosotros, todo lo más, diremos, qué pena, pero no moveremos un dedo para cambiar su situación. Oiremos el sufrimiento de los desplazados de Gaza o de Ucrania, y tampoco haremos gran cosa.
El Evangelio nos dice muchas veces que seguir a Jesús es entregarse, ayudar, amar al que no tiene nada. Que de nada sirven nuestras oraciones si no intentamos eliminar el mal, la miseria, la pobreza de este mundo. ¿Aprenderemos la lección de esta parábola algún día?
"Parábola mil veces oída pero que no sé si termina de convencernos. El mensaje es muy sencillo. Diríamos que simple. No hace falta tener estudios para ver la comparación entre el rico y el pobre que con tanta claridad se hace en la parábola. No resulta difícil imaginarse al rico en medio del banquete, servido por sus esclavos, teniendo delante una mesa llena de los manjares más exquisitos. Es una escena que ha sido rodada en muchísimas películas. Son los banquetes de griegos y romanos o de la edad media. O los modernos y superlujosos restaurantes que salen en las películas ambientadas en la actualidad. En todas esas escenas se marca una distancia enorme entre dentro y fuera. El ambiente dentro de la sala del banquete, del comedor, es cálido, lujoso, rico… En cuanto se sale fuera de las puertas del palacio restaurante, todo es pobre, frío, andrajoso, sucio… Unos tienen de todo, los de dentro, y otros carecen de todo, los de fuera.
En la película Titanic (dirigida por James Cameron en 1997) los diálogos hacen continuamente referencia a arriba (los del primera clase) y abajo (los de segunda y tercera). Toda la película muestra las fronteras y puertas que impiden la comunicación entre unos y otros. Pero por muchas barreras y puertas que se pongan, todos van en el mismo barco y el naufragio es igual para todos.
Jesús nos recuerda que los pobres han de ser los primeros. No hay forma de construir la fraternidad del Reino sino acogiendo a todos. La prueba de la autenticidad de la fraternidad es cuando se hace que los pobres sean los primeros. Cuando los demás nos ponemos a su servicio. Es la única forma de garantizar que no se excluye a nadie: cuando se da prioridad a los excluidos y marginados.
Este mundo ha avanzado mucho desde los tiempos de Jesús. Pero la riqueza, los bienes de este mundo siguen estando muy mal repartidos. Casi tan mal como en los tiempos de Jesús. Hoy la fraternidad del Reino sigue siendo un sueño lejano. Es tan lejano que parece imposible. Y que a veces tenemos la impresión de que es inútil trabajar por ese ideal. Y hasta justificamos nuestra falta de voluntad. Muchos de los lectores de este comentario no son/somos demasiado conscientes de que nos ha tocado en la parte buena de este mundo, de que nuestra mesa está demasiado llena de manjares mientras que la de tantos y tantas, aquí y lejos de aquí, está prácticamente vacía. Queda mucho por hacer y el Reino, la fraternidad de los hijos e hijas de Dios, debería seguir siendo el objetivo prioritario de los que creemos en Jesús. Para que no nos pase como al rico de la parábola."
(Fernando Torres cmf, Ciudad Redonda)