Llegó un peregrino a la cueva del Anacoreta y le pidió:
- Bendíceme, Maestro.
El Anacoreta empezó a enumerar las bondades del peregrino.
Este extrañado, insistió.
- Os he pedido vuestra bendición; no que me elogiéis.
El Anacoreta lo miró profundamente y sonrió con placidez. Suspiró y dijo:
- Bendecir no es un gesto ni repetir una fórmula ritual. Bendecir es "decir-bien". Cada ve que hablamos bien de alguien lo estamos bendiciendo.
Guardó unos instantes de silencio, miró a lo lejos y prosiguió:
- ¿No crees que a nuestro mundo le faltan muchas bendiciones? ¡Sólo se oye hablar mal de los otros! Escucha el discurso más simple de un político. Pasa más tiempo en descalificar a los demás, que en decir qué es lo que él va a hacer. Toma cualquier periódico. Encontrarás más artículos de crítica que de alabanza. Eso es maldecir, "decir-mal". Y así como la bendición nos trae el bien, la maldición engendra el mal. Sí, cada vez que hablamos bien de alguien, que lo felicitamos, que le demostramos ternura, lo estamos bendiciendo. Deberíamos llenar el mundo de bendiciones.
Y se retiró lentamente a su cueva.
Sí, cada vez que hablamos bien de alguien, que lo felicitamos, que le demostramos ternura, lo estamos bendiciendo. Deberíamos llenar el mundo de bendiciones.
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