Aquel joven vino a pedirle consejo. Todos le ninguneaban. ¡Era tan poca cosa! Si había que trabajar en equipo, nadie lo quería en su grupo. En los debates no le daban la palabra o pasaban por alto sus sugerencias. Nadie le escuchaba. Cuando escogían los equipos de deportes, siempre era el último en ser elegido. Era realmente un don nadie.
El Anacoreta lo tomó de la mano y lo llevó junto a su cueva. Allí, entre las rocas, brotaba un hilillo de agua. Era tan débil, que no se le podía denominar ni manantial, ni fuente, ni...nada. Era eso; un simple hilillo de agua. Más abajo, el Anacoreta había formado una pequeña represa donde recogía el agua de aquel humilde hilillo. Con ella regaba de vez en cuando, ahorrando todo lo que podía, un pequeño huerto que le servía de sustento.
- ¿Ves? Este hilillo de agua pensó mucho tiempo que no servía para nada y su escasa gua se perdía en la arena del desierto. Yo le hice ver que lo necesitaba. Y en su humildad, no sólo sacia mi sed, sino que es capaz de hacer vivir verduras que me alimentan.
El Anacoreta miró al horizonte y, dulcemente, dijo al muchacho.
- Anada, vete. Tú eres como ese hilillo de agua. En tu humildad nadie te valora, pero con constancia, lograrás grandes cosas. Pon tu sencillez al servicio de los otros y verás como llegarán a considerarte imprescindible. Y no lo dudes...hay alguien que te necesita.
Y el muchacho regresó animado a la ciudad...
Anada, vete. Tú eres como ese hilillo de agua. En tu humildad nadie te valora, pero con constancia, lograrás grandes cosas. Pon tu sencillez al servicio de los otros y verás como llegarán a considerarte imprescindible. Y no lo dudes...hay alguien que te necesita.
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