"No penséis que yo he venido a poner fin a la ley de Moisés y a las enseñanzas de los profetas. No he venido a ponerles fin, sino a darles su verdadero sentido. Porque os aseguro que mientras existan el cielo y la tierra no se le quitará a la ley ni un punto ni una coma, hasta que suceda lo que tenga que suceder. Por eso, el que quebrante uno de los mandamientos de la ley, aunque sea el más pequeño, y no enseñe a la gente a obedecerlos, será considerado el más pequeño en el reino de los cielos. Pero el que los obedezca y enseñe a otros a hacer lo mismo, será considerado grande en el reino de los cielos.
Porque os digo que si no superáis a los maestros de la ley y a los fariseos en hacer lo que es justo delante de Dios, no entraréis en el reino de los cielos. Habéis oído que a vuestros antepasados se les dijo: ‘No mates, pues el que mata será condenado.’ Pero yo os digo que todo el que se enoje con su hermano será condenado; el que insulte a su hermano será juzgado por la Junta Suprema, y el que injurie gravemente a su hermano se hará merecedor del fuego del infierno.
Así que, si al llevar tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí mismo delante del altar y ve primero a ponerte en paz con tu hermano. Entonces podrás volver al altar y presentar tu ofrenda.
Si alguien quiere llevarte a juicio, procura ponerte de acuerdo con él mientras aún estés a tiempo, para que no te entregue al juez; porque si no, el juez te entregará a los guardias y te meterán en la cárcel. Te aseguro que no saldrás de allí hasta que pagues el último céntimo."
Jesús nos dice hoy que debemos ir al espíritu de la Ley. Que no debemos quedarnos en la letra, en el mero precepto. Que debemos arropar la Ley con el Amor. Leyes, preceptos y ritos, no tienen ningún sentido sin Amor. Ese es el cumplimiento de la Ley que nos trae Jesús: revestirla de Amor.
El texto de Koinonía de hoy es largo y complejo. Pero os lo dejo para los que quieran profundizar. Algunos lo encontraréis discutible. Dejadlo si no os interesa y pasad a los vídeos.
"Hoy continuamos leyendo el evangelio de Mateo, en secuencia consecutiva con los fragmentos proclamados en los domingos anteriores. Es el sermón de la Montaña, que
comenzó con las Bienaventuranzas, y que continúa con la exposición de las exigencias de la Ley de Moisés (Torá), explicadas por Mateo, que está escribiendo para una comunidad de judíos que se han hecho cristianos, obviamente sin dejar de ser judíos, como ocurrió por lo demás con todos los cristianos. Tenemos pues que caer en la cuenta de que esta re-presentación de la Ley en el evangelio de Mateo está escrita para esa comunidad concreta, que difiere no poco de las nuestras. Obviamente, tiene también un valor universal, pero debe saberse la peculiaridad de esta comunidad, para no hacernos «judaizar» innecesariamente a todos los demás.
Pero, además de esa peculiaridad del evangelio de Mateo, todo el evangelio tiene otra peculiaridad significativa en este campo de lo moral, de la Ley, y es semejante a la que hacíamos notar respecto a la lectura anterior, la de Pablo sobre el conocimiento salvífico o gnosis. La moral vendría a ser también una especie de conocimiento gnóstico: sería una voluntad, divina, superior, venida de fuera, desde arriba, desde «el segundo piso», que tenemos que tratar de escuchar en esa dirección. Es una moral «heteró-noma», una «norma ajena», venida de fuera, y de arriba, a la que nos tendríamos que someter. Someterse a esa ley sería el sentido de la vida humana: ésa ha sido la sabiduría religiosa predicada permanentemente en el ámbito de la religión.
La moral, los preceptos, los mandamientos... con su constricción sobre la vida humana, y la consiguiente amenaza de pecado y de condenación, han sido uno de los frentes clásicos de fricción de la religión con el mundo moderno. Durante todo el mundo antiguo, configurado con los patrones del autoritarismo, los imperios, el feudalismo, las monarquías absolutas... el ser humano aceptaba «como lo más natural del mundo» que el «mundo de arriba» era estructuralmente como el de aquí abajo, es decir, un mundo donde está Dios sentado en su trono (como el emperador o el rey o el señor feudal aquí abajo), con su séquito de cortesanos y servidores de la «Corte celestial» (como en la Corte de cualquier rey humano), vigilando el mundo para que se cumplan las órdenes que desde allí se dictan.
San Ignacio de Loyola, como persona todavía del medievo en su cosmovisión, lo refleja ejemplarmente en su explicación global del sentido de la vida humana, en su meditación central, la del Principio y fundamento (con su castellano medieval): «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (Ejercicios espirituales, 23).
No inventó nada nuevo ahí san Ignacio. Expresaba –antológicamente, eso sí– la visión medieval y premoderna de una cosmovisión salvífica estructurada en «dos pisos», uno superior (no sólo porque está encima, sino porque es absolutamente «superior» en su naturaleza), y otro inferior (temporal, pasajero, corruptible, peligroso...). Del piso de arriba viene todo: el Ser, el Amor, la Verdad, la Belleza... y la moral. Una moral pues absolutamente heterónoma, indiscutible, abrumadoramente inapelable, y en ese sentido fácilmente perceptible como constringente y ciegamente obligatoria, ajena a toda explicación justificativa, y en ese sentido opresiva.
En realidad, si nos fijamos, aunque esa cosmovisión cristiana parezca medieval, hunde sus raíces en el pensamiento platónico. Un poco injustamente, pero con cierta dosis de verdad, Nietzsche dijo que Platón era un modelo cristiano, y que el cristianismo venía a
ser «platonismo para las masas», y Whitehead dijo que la doctrina cristiana sería «notas a pie de página en el platonismo». Sin darse mucha cuenta, el cristianismo canonizó el pensamiento de Platón, con su mundo superior de las ideas, eternas, perfectas, inmutables, como el pensamiento de Dios... y con su visión despectiva del mundo de abajo, de la tierra, de la carne: inferior, pasajero, sin consistencia ontológica, sin valor salvífico, despreciable, vitando.
El mundo moderno cambió radicalmente. El Ancien Regime, del autoritarismo, imperialismo, de la obediencia ciega, del sometimiento omnímodo y a-racional se acabó. Los imperios, reinos y monarquías se acabaron, y aparecieron las repúblicas y las democracias, y los derechos de los «ciudadanos» (que ya no súbditos). Una moral exterior, pre-establecida, superior (venida del cielo), sin justificación humana (dictada por Dios), inapelable... es sentida ahora como sofocadoramente opresora.
Con el advenimiento de la modernidad, en todos los campos, el mundo de arriba -el segundo piso que genialmente configuraron los helenistas, con Platón a la cabeza- desaparece, como que se evapora. No hace falta que sea negado, sino que la ciencia, con sus avances, cada día lo desplaza hacia atrás, replegándose en favor del descubrimiento de que todo funciona «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiese. El cristiano «moderno» –el que no sigue viviendo con su cabeza en el mundo premoderno medieval– no puede aceptar aquella visión escindida en dos mundos, por muy espiritual que se presente, sino que pasa a vivir en un mundo nuevo, un mundo único, en la única realidad, sin dos pisos superpuestos.
Esta transformación ya es una realidad en la cultura moderna –por más que muchos cristianos y no pocas religiones sigan viviendo escindidamente entre la vida real de la calle y la vida espiritual dualista de sus representaciones religiosas–. Por eso, muchos cristianos se sienten retrotraídos al mundo de sus abuelos cuando escuchan este tipo de discursos morales «heterónomos», como si continuaran existiendo unos preceptos caídos de lo alto, revelados, y por eso mismo indiscutibles, incuestionables, a los que sólo cabría someterse acríticamente como súbditos del Rey del cielo (el cielo de un segundo piso)." (Koinonía)
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