– Danos más fe.
El Señor les contestó:
– Si tuvierais fe, aunque fuera tan pequeña como una semilla de mostaza, podríais decirle a esta morera: ‘Desarráigate de aquí y plántate en el mar’, y el árbol os obedecería.
Si uno de vosotros tiene un criado que regresa del campo después de haber estado arando o cuidando el ganado, ¿acaso le dice: ‘Pasa y siéntate a comer’? No, sino que le dice: ‘Prepárame la cena y estate atento a servirme mientras como y bebo. Después podrás tú comer y beber.’ Y tampoco da las gracias al criado por haber hecho lo que le mandó. Igualmente vosotros, cuando ya hayáis hecho todo lo que Dios os manda deberéis decir: ‘Somos servidores inútiles; no hicimos más que cumplir con nuestra obligación.’
(Lc 17,5-10)
La Fe nos hace crecer. Es la Fe la que da sentido a nuestra vida, nos da fuerzas en los momentos de dificultad... Los apóstoles le piden a Jesús que les aumente la Fe. Jesús les enseña el camino para encontrarla: el servicio gratuito a los demás. El Amor verdadero, es el que nos aumenta la Fe.
"Se ve que los Apóstoles veían que, con su nivel de fe, no llegaban a los mínimos que les pedía el Señor. Hay veces que creer, confiar se vuelve difícil, demasiado difícil. Entonces, como los Apóstoles, solemos decir: ¡no tengo fe para tanto! Nuestra fe no se adecúa a la realidad terrible; queda como agazapada, deprimida y angustiadamente suplicante. A lo más que llegamos es a la resignación.
A la gente de hoy le gustan las cosas que se ven. Nosotros, los católicos, somos también hijos de nuestro tiempo. Y el Evangelio nos habla de fe. Algo abstracto, que no se ve. La fe, ¿qué es? ¿Para qué sirve? Porque los cristianos decimos que tenemos fe. Esa fe, decimos, nos ayuda a seguir caminando hacia delante, incluso en los peores momentos, incluso cuando la muerte o la enfermedad se acerca a nuestro lado.
Porque tener fe no significa que no haya problemas, o que no nos duelan las muertes de los seres queridos. Tenemos permiso y hasta derecho a afligirnos. No se nos prohíbe la tristeza. Pero se nos invita a acogerla muy a fondo, porque también la tristeza y el dolor tienen un sentido. ¬Lo único a que lo no tenemos derecho es a afligirnos como se puedan afligir otros, los que no tienen fe ni esperanza.
Y Jesús, en el Evangelio, habla de la verdadera relación con Dios. En la época de Jesús, los fariseos ponían en primer lugar los méritos. Recordamos a aquél que, en la sinagoga, recitaba la lista de todo lo que había hecho, frente al publicano, que no se atrevía a levantar la cabeza. (Lc 18, 9-14) Con todos esos méritos, creían, ganaban el derecho a la salvación.
Este modo de pensar la relación con Dios nos parece lógico. Tanto hago, tanto acumulo para mi juicio final. No nos damos cuenta de que pensamos como los fariseos… El hombre, siervo esforzado, lo intenta, pero no podemos exigir nada a Dios, que nos da todo gratuitamente, no tanto por nuestro méritos, sino por mera gracia. Si no ponemos atención, existe el riesgo de caer en el egoísmo espiritual. Colocamos en el centro no a Dios, sino a nosotros mismos – hacer las cosas para sentirnos mejor y “presumir” ante Dios, no por puro amor a Dios – y caemos en el fariseísmo. Podemos convertir a Dios en un contable, que se dedica a llevar las cuentas de los pecados y los méritos.
Por supuesto que tenemos que seguir haciendo buenas obras. Y hacer lo que es bueno sigue siendo un imperativo moral para todos. Pero todo con la motivación correcta. Jesús quiere purificar los corazones de la “competencia o envidia espiritual”. No tenemos que rivalizar para conseguir el amor y el favor de Dios; Él tiene suficiente amor para todos y cada uno de sus hijos.
La línea entre hacer las cosas por amor de Dios o por amor a uno mismo es, a veces, difícil de distinguir. Por eso Jesús avisa con estas palabras del Evangelio de hoy. Hay que amar de manera incondicional, sin esperar nada a cambio, tal y como Dios nos ama a todos, para poder entrar en el Reino de Dios. Y nos cuesta, porque esa forma de pensar está muy arraigada en nosotros. Por eso tenemos que crecer en la confianza, en la fe.
La fe da sentido al camino porque el Señor va delante y sabe a dónde va. La fe nos da la alegría de caminar hombro con hombro con el Señor. Esa es la fe de verdad. Es fe que nos hará decir: “Señor, caminando tras de Ti no hago más que lo que tengo que hacer. Soy siervo inútil y sin provecho, pero feliz de ir contigo donde me lleves.”
Así reconoceremos, aunque en ocasiones con dificultad, el camino que Él desea para todas sus criaturas. Sabremos lo qué tenemos que hacer. Y haciendo lo que debemos hacer – aprovechando el momento, la ocasión — podremos ayudar para que otros, y nosotros mismos, lleguemos a escuchar aquello de: “Venid, Benditos de mi Padre”."
(Alejandro Carbajo cmf, Ciudad Redonda)
No hay comentarios:
Publicar un comentario