Os dejo la paz. Mi paz os doy, pero no como la dan los que son del mundo. No os angustiéis ni tengáis miedo. Ya me oísteis decir que me voy, y que vendré para estar otra vez con vosotros. Si de veras me amaseis os habríais alegrado al saber que voy al Padre, porque él es más que yo. Os digo esto de antemano, para que, cuando suceda, creáis.
Ya no hablaré mucho con vosotros, porque viene el que manda en este mundo. Él no tiene ningún poder sobre mí, pero así ha de ser, para que el mundo sepa que yo amo al Padre y que hago lo que él me ha encargado.
Jesús nos deja la paz; su paz. La verdadera paz. Una paz profunda, enraizada en el corazón, que hace que no temamos a nada ni a nadie. Una paz que nos da la serenidad total. Una paz que nos permite amar a todo el mundo, no tener enemigos. Es la paz que a Él le permitió entregarse hasta dar su vida por todos los hombres.
Nos dice que no es la paz de este mundo. Nosotros hemos seguido la falacia de "Si quieres paz, prepara la guerra". Creemos que, cuantas más armas tenemos, como más sofisticadas son, como más grandes son nuestros ejércitos, aseguraremos mejor la paz. Repasemos la historia y veremos que en la tierra no ha habido un solo minuto sin guerra en algún lugar.
En la misa nos deseamos, nos transmitimos la paz unos a otros. Que realmente sea la paz profunda que nos da Jesús. Esa paz con la que nos despide el celebrante antes de marcharnos.