domingo, 14 de febrero de 2021

¡LÍMPIAME!

 


En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: "Si quieres, puedes limpiarme." Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Quiero: queda limpio." La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: "No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés." Pero, cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

"En el evangelio de Marcos que hoy leemos, Jesús se encuentra con un leproso arriesgado que se atreve a romper una norma que lo obligaba a permanecer alejado de la ciudad. Esta norma es la que nos recuerda la primera lectura, del Levítico.
En la tradición judía (primera lectura) la enfermedad era interpretada como una maldición divina, un castigo, una consecuencia del pecado de la persona enferma –¡o de su familia!–. Porque entonces se la consideraba contagiosa, la lepra común estaba regulada por una rígida normativa que excluía a la persona afectada de la vida social. (Ha durado muchos siglos la falsa creencia de que la lepra fuese tan fácilmente contagiable). El enfermo de lepra era un muerto en vida, y lo peor era que la enfermedad era considerada normalmente incurable. Los sacerdotes tenían la función de examinar las llagas del enfermo, y en caso de diagnosticarlas efectivamente como síntomas de la presencia de lepra, la persona era declarada «impura», con lo que resultaba condenada a salir de la población, a comenzar a vivir en soledad, a malvivir indignamente, gritando por los caminos «¡impuro, impuro!», para evitar encontrarse con personas sanas a las que poder contagiar. En realidad, todo el sistema normativo religioso generaba una permanente exclusión de personas por motivos de sexo, salud, condición social, edad, religión, nacionalidad.
Este hombre, seguramente cansado de su condición, se acerca a Jesús y se arrodilla, poniendo en él toda su confianza: «si quieres, puedes limpiarme». Jesús, se compadece y le toca, rompiendo no sólo una costumbre, sino una norma religiosa sumamente rígida. Jesús se salta la ley que margina y que excluye a la persona. Jesús pone a la persona por encima de la ley, incluso de la ley religiosa. La religión de Jesús no está contra la vida, sino, al contrario: pone en el centro la vida de las personas. La vida y las personas por encima de la ley, no al revés.
Jesús le pide silencio (es el conocido tema del «secreto mesiánico», que todavía hoy resulta un tanto misterioso), y le envía al sacerdote como signo de su reinclusión en la dinámica social, «para que sirva de testimonio» de que Dios desea y puede actuar aun por encima de las normas, recuperando la vida y la dignidad de sus hijos e hijas. Pero este hombre no hace caso de tal secreto, rompe el silencio, y se pone a pregonar con entusiasmo su experiencia de liberación. No parece servirse de la mediación del sacerdote o de la institución del templo, sino que se auto-incluye y toma la decisión autónoma de divulgar la Buena Noticia. Esto hace que Jesús no pueda ya presentarse en público en las ciudades sino en los lugares apartados, pues al asumir la causa de los excluidos, Jesús se convierte en un excluido más. Sin embargo, allí a las afueras, está brotando la nueva vida y quienes logran descubrirlo van también allí a buscar a Jesús.
Es una página recurrente en los evangelios: Jesús cura, sana a los enfermos. No sólo predica, sino que cura («no es lo mismo predicar que dar trigo», dice el refrán). Palabra y hechos. Decir y hacer. Anuncio y construcción. Teoría y praxis. Liberación integral: espiritual y corporal. Y ésa es su religión: el amor, el amor liberador, por encima de toda ley que aliene. La ley consiste precisamente en amar y liberar, por encima de todo." (Koinonía)

 

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