Jesús dijo a los judíos que habían creído en él:
–Si os mantenéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres.
Ellos le contestaron
– Nosotros somos descendientes de Abraham y nunca fuimos esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú que seremos libres?
Jesús les dijo:
– Os aseguro que todos los que pecan son esclavos del pecado. Un esclavo no pertenece para siempre a la familia, pero un hijo sí pertenece a ella para siempre. Así que, si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres. Ya sé que sois descendientes de Abraham, pero queréis matarme porque no aceptáis mi palabra. Yo hablo de lo que el Padre me ha mostrado, y vosotros hacéis lo que vuestro padre os ha dicho.
Dijeron ellos:
– ¡Nuestro padre es Abraham!
Pero Jesús les respondió:
– Si de veras fuerais hijos de Abraham, haríais lo que él hizo. Pero a mí, que os digo la verdad que Dios me ha enseñado, queréis matarme. ¡Y eso nunca lo hizo Abraham! Vosotros hacéis lo mismo que vuestro padre.
Dijeron:
– ¡Nosotros no somos unos bastardos! ¡Nuestro único padre es Dios!
Jesús les contestó:
– Si Dios fuese de veras vuestro padre, me amaríais, porque yo, que estoy aquí, vengo de Dios. No he venido por mi propia cuenta, sino que Dios me ha enviado.
(Jn 8,31-42)
Jesús nos quiere libres, pero nosotros no entendemos la libertad. Ser libres es cumplir la voluntad del Padre. Y es a través de Jesús, de la Palabra, que encontramos esa libertad. Ser libres es librarnos del pecado, del mal. Si Jesús se hace presente en nosotros, seremos libres, auténticos , porque nuestra vida estará regida por el Amor.
¿Qué es la libertad verdadera? No lo es, ciertamente, ese sueño de vivir en la absoluta indeterminación, para hacer “lo que me dé la gana”. El que vive así es, en realidad, esclavo de sus instintos, de sus “ganas”, de sus pasiones, como se decía antes, es alguien incapaz de conducir su vida en una dirección determinada, de vivir, dicho con otras palabras, con sentido y en fidelidad.
Vivimos en un mundo que privilegia esa libertad deficiente, que nos incita continuamente a satisfacer nuestras “ganas”, y que las induce y las incita para, acto seguido, hacernos creer que tiene los medios para satisfacerlas. En un mundo así (que no es sólo este mundo actual del consumo, aunque en él se haya extremado esa tendencia, sino el “mundo” de todos los tiempos), es fácil sucumbir a la tentación de inclinarse ante los ídolos que nos ofrecen una falsa salvación.
Los tres jóvenes santos en el horno siete veces más ardiente del libro de Daniel son un símbolo de la verdadera libertad, que se niega a inclinarse ente los ídolos, y que resiste sin quemarse las llamas de la tentación que la rodea. ¿Cómo escapar realmente a esas tentaciones que nos agobian para alcanzar la auténtica libertad? Escuchando, acogiendo y permaneciendo en la palabra de Jesús, para ser así verdaderos discípulos suyos.
Es importante subrayar lo de verdaderos. Porque en el Evangelio de hoy vemos que los “judíos que habían creído en él” son los que se oponen a sus palabras hasta el punto de querer matarlo. Podemos ser discípulos de boquilla, “oficiales”, ocupando incluso cargos en la Iglesia, pero ser sólo discípulos en apariencia, porque nuestros verdaderos intereses y motivaciones se oponen a la palabra, no la tienen como criterio, de modo que, en el fondo, rechazamos a Cristo, lo matamos en nuestro corazón y con nuestros comportamientos. Podemos incluso matarlo en el corazón de otros creyentes a causa de nuestro mal ejemplo.
Amar a Cristo de verdad es poner en práctica su palabra, que nos tiene que llevar a amar a Dios Padre y a nuestros hermanos.
(J.M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)
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