martes, 8 de abril de 2025

MIRAR A JESÚS



 Jesús les volvió a decir:
– Yo me voy, y vosotros me buscaréis, pero moriréis en vuestro pecado. A donde yo voy vosotros no podéis ir.
Los judíos decían:
– ¿Acaso estará pensando en matarse y por eso dice que no podemos ir a donde él va?
Jesús añadió:
– Vosotros sois de aquí abajo, pero yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, pero yo no soy de este mundo. Por eso os he dicho que moriréis en vuestros pecados: porque si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados.
Entonces le preguntaron:
– ¿Quién eres tú?
Jesús les respondió:
– En primer lugar, ¿por qué he de hablar con vosotros? Tengo mucho que decir y juzgar de vosotros; pero el que me ha enviado dice la verdad, y lo que yo digo al mundo es lo mismo que le he oído decir a él.
Pero ellos no entendieron que les hablaba del Padre. Por eso les dijo:
– Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, reconoceréis que yo soy y que no hago nada por mi propia cuenta. Solamente digo lo que el Padre me ha enseñado. El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo siempre hago lo que le agrada.
Al decir Jesús estas cosas, muchos creyeron en él.
(Jn 8,21-30)

Los judíos, en el desierto, cuando les mordía la serpiente, debían contemplar una de bronce elevada y esto los curaba. Jesús, en el evangelio de hoy, nos invita a contemplarlo cuando esté en alto, es decir, en la cruz.
Mirando a Jesús entregado por todos, es como comprendemos realmente a Dios. No un Dios que castiga, que se venga, sino un Dios que cura, que perdona, que se entrega por todos. Y eso, es lo que debemos hacer para agradar al Padre: entregar nuestra vida a los demás. Perdonar siempre. Amar de verdad como hizo Jesús. 

"¿Es Dios, como piensan muchos, el que nos castiga por nuestros pecados, con la muerte o con otros males físicos? Esta imagen primitiva de Dios, que está presente ciertamente en la Biblia, sobre todo en el Antiguo Testamento, como vemos hoy en el episodio de la serpiente de bronce, Jesús la corrige y la purifica con la revelación del rostro paterno de Dios: Dios es su Padre, el Padre de Jesús, pero en su encarnación él ha venido no solo a transmitirnos la “imagen” (la idea o la concepción) de ese Dios Padre, sino a incluirnos ya en esta vida en la relación filial entre el Padre y el Hijo (el don del Espíritu Santo), porque es en esto en lo que consiste realmente la salvación.
Pero toda corrección y toda purificación encuentra resistencia, como se ve en el tenso diálogo de Jesús con los fariseos que, por considerarse justos, se creen justificados por su propia justicia y a salvo del castigo divino que preconizan (y, tal vez, desean) para los demás.
¿Cómo entender la relación de Dios hacia el pecado y hacia los pecadores, si excluimos el castigo, sin que por eso podamos pensar que Dios permanece indiferente ante el mal? Es Cristo Jesús, elevado en la Cruz, el que nos da la clave de comprensión del episodio de las serpientes, de todo este misterio del mal y de la relación de Dios con el mismo. No es Dios el que provoca la muerte de los pecadores, en una suerte de justicia vindicativa, poco compatible con el Dios Amor. Son nuestros propios pecados los que nos llevan a la destrucción, porque el pecado, en el fondo, no es otra cosa que negar y apartarse de la fuente de la vida. Lo que sí hace Dios es darnos el remedio en la misma enfermedad: si las serpientes muerden y matan, la serpiente de bronce cura con tal de que se la mire. Esa serpiente de bronce es símbolo del Cristo elevado sobre la cruz: “mirarán al que traspasaron” (Jn 19, 37), y que, al mirarlo (aceptarlo, confesarlo con fe), nos procura la salvación. Con su muerte, nos salva de la muerte, mostrando que el Amor que Dios nos tiene y nos revela en Jesús es más fuerte que nuestro pecado y que la muerte que provoca.
Es notable que el texto evangélico concluya ese eléctrico diálogo diciendo que “cuando les exponía esto, muchos creyeron en él”. Para anunciar a Cristo e invitar a creer en él no tenemos que suavizar el mensaje y esconder el misterio de la Cruz, al contrario, como Pablo, no tenemos que saber (y predicar) sino a Cristo, “y este crucificado” (1 Cor 2, 2)"
(José M. Vegas cmf, Ciudad Redonda)

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