En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo." El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido."
Si queremos que Dios nos perdone, no podemos considerarnos mejores que los demás. No debemos mirar a los otros desde arriba. Todos sabemos lo débiles y pecadores que somos. Reconocerlo es recibir el perdón.
"Cuando la religión se entiende mal y se vive peor, se convierte en una mampara para disimular u ocultar infinidad de defectos y carencias; la persona religiosa parece justa ante la sociedad sin serlo de corazón. Ya dicen que no hay camino más lleno de engaños y autoengaños que el de la fe. En la parábola del evangelio, la verdadera justicia de Dios queda patentizada por el pecador necesitado. El fariseo, en cambio, distorsionando su experiencia religiosa, ha deformado su conciencia en una práctica ritualista y legalista. La religión, además de excluyente, se puede convertir en punitiva y condenatoria, sobre todo, de personas “sospechosas”, quienes como “el recaudador” del relato, vivían su fe al margen del sistema oficial. La autosuficiencia y la autocomplacencia son incompatibles con la actitud de quien se pone en manos de su Dios implorando su misericordia y perdón. Aquí no hay autojustificación sino pura gratuidad. ¿Vives tu experiencia de fe como espacio para tranquilizar tu conciencia o como oportunidad para ser mejor persona y comprometerte?" (Koinonía)
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