En aquel tiempo decía Jesús a sus discípulos: "No hay árbol sano que dé fruto dañoso, ni árbol dañado que dé fruto sano. Cada árbol se conoce por su fruto: porque no se cosechan higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal, porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. ¿Por que me llamáis "Señor, Señor", y no hacéis lo que digo? El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. El que escucha y no pone por obra, se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose".
"Jesús nos ofrece comparaciones de la vida cotidiana con grandes enseñanzas. La del árbol y sus frutos nos previene de no engañarnos con las apariencias y fijarnos bien en las obras (los frutos), no sólo en las palabras que prometen y no cumplen. El futuro de una casa depende en gran parte de los cimientos. Nosotros, si construimos nuestras vidas y las de nuestras familias sobre valores sólidos y no sobre la moda, el interés, el dinero, podremos resistir ante las situaciones difíciles que la vida nos presenta y no nos dejaremos engañar por “espejismos” de felicidad pasajera y palabras de publicidad engañosa. Las frases de este texto muestran gran sabiduría y son un retrato claro de nuestras vidas. Cuando nuestras palabras son amargas o duras, terminan siendo expresión de lo que llevamos en el corazón; cuando son amables, muestran la nobleza y bondad de nuestro ser. Aprende a realizar diariamente tu examen de conciencia y pregúntate: ¿mis palabras y acciones son fruto de mi comunión con Jesús? " (Koinonía)
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